EL SOLDADO DE MARATÓN
“¡Victoria! ¡El triunfo es nuestro!” Y, tras de pronunciar trabajosamente estas palabras, el pobre mancebo, roto y maltrecho, sucumbiendo al dolor y a la fatiga, mas con el rostro iluminado por un gozo supremo, cayó sin vida en brazos de los atenienses que, impacientes por recibir las nuevas que traía, habían salido a la muralla. Corrió de boca en boca la noticia comunicada por aquel valiente que acababa de expirar y pronto se extendió por todos los ámbitos de la ansiosa ciudad, reanimando el decaído espíritu de los habitantes, que se entregaron por ello a los mayores transportes de entusiasmo.
La historia de aquel triunfo es de las más emocionantes que han registrado los siglos, y remontándonos al año 490 antes de Jesucristo, resulta que fue una de las primeras batallas decisivas conocidas en el mundo. Darío, el medo, se había hecho dueño del Asia, e irritado por ciertos disgustos que le ocasionó un pequeño Estado griego, reunió sus mejores tropas, convocó las varias tribus que se hallaban bajo su poder y cruzó el mar Egeo para conquistar y someter aquellos minúsculos Estados, de cuya admirable organización, así en la paz como en la guerra, había oído hablar.
La primera ciudad grande que tenían que conquistar era Atenas, y los atenienses creyeron necesario el auxilio de los famosos espartanos, cuyo Estado se hallaba a unos 960 estadios (192 kilómetros), al Sur, a la otra parte del istmo de Corinto. El ejército de los medos y persas avanzaba velozmente, y muy pronto había de quedar sitiada la ciudad. ¿Llegarían a tiempo los espartanos? Los gobernantes de Atenas se reunieron en la Acrópolis, para tratar en consejo de tan grave materia; y, enviando a buscar a Filípides, un campeón de carrera que había ganado para su patria la corona de mirto en los famosos Juegos Olímpicos que celebraban cada cinco años los Estados griegos, le ordenaron que partiera al momento para Esparta a invocar su auxilio. Dos días y dos noches corrió Filípides, cruzando a nado los ríos y trepando por las montañas que encontraba a su paso.
Pero los espartanos tenían envidia y desconfiaban de Atenas. Aunque bravos e intrépidos, eran poco inteligentes y muy supersticiosos; de manera que Filípides regresó a Atenas con la noticia de que los espartanos tenían formado su ejército, pero no se pondrían en marcha hasta el plenilunio, según le habían manifestado.
No debían contar, pues, los atenienses más que con sus propios recursos. Los persas habían desembarcado ya, y no había otro remedio que procurar hacerles frente enseguida. El indómito Filípides desenvainó su larga espada y embrazando el pesado escudo, marchó con otros 10.000 hombres escogidos al encuentro del enemigo.
Todos han leído el relato de la batalla de Maratón, en la cual diez mil griegos derrotaron a centenares de miles de medos y persas; y los vencedores griegos enviaron a Filípides para que llevara la nueva a la capital. Dejó el joven su escudo, y salvando sin tomar aliento los 210 estadios (42 kilómetros) que había de distancia, llegó a la ciudad y allí expiró después de haber anunciado la victoria.
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