EL GRAN PILOTO JUAN MAYNARD
Bajo las densas tinieblas de la noche, un soberbio vapor se deslizaba por las aguas tranquilas, pero siempre peligrosas, del océano, ya próximo al fin de su viaje. Dormían los pasajeros y la mayor parte de la tripulación en sus literas; el capitán disfrutaba del bien merecido descanso en su camarote. Allá arriba, en el puente, el piloto Juan Maynard, que había dejado a su mujer e hijo, a quienes amaba más que a su propia vida, conducía el majestuoso barco al puerto de destino.
Era tal la placidez de las ondas, que hubiese sido un despropósito soñar en un desastre, y la noche era sin igual para el feliz término de la peligrosa travesía y para gozar de la alegría de un venturoso regreso al hogar. Mas de pronto, se eleva un terrible grito de angustia sobre la oscura masa del vapor: el grito de «¡fuego!».
Minutos después, las tinieblas habían huido; y la rojiza y siniestra luz de las llamas alumbraba los horrorizados rostros de los pasajeros. Ya no era sólo el murmullo de las aguas y el voltear de las ruedas entre la espuma de las olas; el sordo mugir y el estridente silbido de las llamas que se erguían en retorcidas nubes de centellas, aumentaban aquel singular cuanto tétrico concierto.
De pie sobre cubierta, gritó el capitán enérgicamente:
-Escuchad, diez minutos de paciencia y habremos llegado a tierra. No desesperéis. Nuestra salvación está en manos del piloto. Si éste puede
permanecer en su puesto, pronto desembarcaremos.
Volvióse entonces y llamó.
-Juan Maynard, ¿estás ahí?
Desde el puente llegó la rápida respuesta.
-Sí, señor, en mi puesto.
Como por maravilla la desesperación tornóse en calma, pues la respuesta había sido pronta y segura. Diez minutos aún y todos estarían fuera de peligro.
Pegado a su rueda, veía Juan Maynard a las madres riendo y besando a sus hijos que sonreían acariciados por sus conmovidos padres.
En tanto el barco, convertido en ingente llama, surcaba la engañosa llanura del mar en marcha veloz, ¡era una carrera de fuego!
¿Tendrían tiempo de tocar tierra? Cada vuelta de las ruedas era un paso hacia la salvación, y a cada momento crecía la furia del incendio.
¿Qué era del piloto? ¿Continuaba ante la rueda?
-¿Estás ahí, muchacho? -le voceó el capitán.
No hubo respuesta.
General abatimiento se posesionó de los ánimos de aquellas gentes y ya, acosados por el terror, se entregaban todos a la desesperación, cuando llegó una voz tan débil, tan lenta y sofocada, que parecía venir de muy lejos.
-Resisto cuanto puedo -decía Juan Maynard.
En un momento, apartáronse del piloto los pensamientos de los pasajeros. Allá, ante su vista, brillaban las luces de la costa. Un grito de júbilo ascendió de la cubierta. Finalmente, estaban salvados. La carrera con el fuego estaba ganada. La tierra se acercaba, ya eran visibles las casas, las torres de las iglesias, los letreros de las tiendas y las luces de las calles.
Desde el puente, veía Juan Maynard cómo las madres estrechaban a sus hijos contra el pecho, y pensó en su hijito querido que a aquellas horas dormiría tranquilamente en su casa.
Finalmente, el vapor, semejante a una inmensa hoguera, entró en el puerto. Arrojáronse los pasajeros a los botes y ni uno solo tuvo un pensamiento para el abnegado piloto.
No bien se había puesto en salvo la última persona, cuando hicieron explosión las calderas de vapor con ensordecedor estruendo, y Juan Maynard fue lanzado violentamente a las regiones de la muerte.
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