JUEGO DE PALABRAS


Había una vez un granjero llamado Pedro que era un gran tacaño, de esos que no comen huevos por no tirar las cáscaras, a quien ningún peón duraba más de una semana. Todos íbanse de su casa maldiciendo su mezquindad, que les imponía trabajar de sol a sol por un sueldo exiguo y una escasa pitanza. Una de las tantas veces que se quedó sin peón, habiendo encargado a un comerciante vecino que le consiguiera uno, se presentó un mozo, joven y robusto, que venía por el empleo.

No le causó buena impresión al granjero el aspecto del postulante, pues de él dedujo que debía de ser afecto a la buena mesa, lo que iba en perjuicio de sus intereses. Conversaron del trabajo y del salario y, finalmente, le explicó don Pedro que, en lo concerniente a la comida, debía conformarse con comer lo que él comiere. El mozo se mostró conforme en todo y, al-final de la entrevista, aclaró:

-Vea, amo, comeré lo que usted coma y, además, le adelanto que yo cuando me desayuno no almuerzo y cuando meriendo no ceno.

- ¡Usted es el hombre que necesito! -exclamó entusiasmado el granjero, para¡ quien se abrieron las puertas del cielo: ante tal declaración-. El puesto es suyo; agarre la horquilla, vamos a emparvar.

Al verlo trabajar, su alegría no tuvo límites, el mozo valía por dos: era fuerte, empeñoso, obediente; conocía a fondo el trabajo.

Después de almorzar, el peón aceptó, a sugestión de don Pedro, firmar un contrato de trabajo por dos años.

En él dejó constancia el sórdido patrón de que el joven se comprometía, formalmente, a no almorzar cuando desayunara y a no cenar cuando hubiera merendado.

Por la tarde volvieron ambos del campo y el peón trabajó intensamente, dejando las herramientas sólo el tiempo necesario para merendar copiosamente. La caída del sol lo halló trabajando con renovadas energías. Don Pedro, que lo observaba cuidadosamente, no cabía en sí de gozo: ¡aquello sí que era una adquisición!

Esa noche don Pedro, radiante de felicidad, se sentó a la mesa dispuesto a tomar su frugal cena, consistente en un plato de sopa y un trozo de pan. El peón, en cambio, pese a su cansancio, comió hasta saciarse.

Por la mañana siguiente, antes de salir al campo, engulló el joven un suculento desayuno; a mediodía, almorzó opíparamente; merendó con buen apetito por la tarde y, cuando por la noche se disponía a cenar, don Pedro, indignado, lo llamó al orden, mentando el famoso contrato firmado:

-¡Hombre, esto no puede ser! Usted no hace más que comer y comer; ¡eso no es lo convenido!

-Se equivoca, patrón, -respondióle el joven-; yo cumplo estrictamente lo estipulado en el contrato.

-¿Cómo, que cumple? Usted se ha desayunado, ha almorzado, ha merendado y, como si esto fuera poco, ahora pretende cenar. ¡No, señor, repito que eso no es lo concertado!

-Vea, patrón, yo firmé que cuando me desayunaba no almorzaba y que cuando merendaba no cenaba y eso es, precisamente, lo que he hecho hoy. Ahora mismo -prosiguió, dando cuenta de un exquisito salamín-, estoy cenando, y no pretenderá usted hacerme creer que estoy desayunando, almorzando o merendando.

Don Pedro abrió tamaña boca; pretendió contestar, pero no pudo; un nudo se le había formado en la gargarita. Finalmente, comprendió que había sido engañado precisamente a causa de su extrema tacañería.


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