EL SEÑOR CONEJO Y SU CABALLO
Gustaba el señor Conejo darse importancia delante de sus amigos. Un día que estaba charlando con algunos acerca de caballos, decíanle aquéllos que no tenían ninguno.
-¿Cómo? -les preguntó el señor Conejo- ¿no tenéis caballos? Yo tengo el mejor del país y es nada menos que la señora Zorra.
Oyólo ésta, que vagaba por allí, y después de reunir a los amigos del señor Conejo, les dijo que ella haría retirar sus palabras a aquel vanidoso.
-Esperad aquí -añadió- y veréis qué mal rato le voy a hacer pasar.
Corrió a casa del jactancioso, y le dijo amigablemente:
-Señor Conejo, sus amigos van a dar una fiesta y yo les he prometido que os vendría a buscar.
Mas éste, sospechando que allí había algo, le respondió que estaba enfermo y no podía caminar. Entonces la señora Zorra se ofreció a llevarlo sobre su lomo, mas el conejo le respondió que sin silla y bridas no se aventuraba a la excursión. Aceptó la señora Zorra y después de enjaezarla, montó el señor Conejo sobre ella, no sin haberse puesto a escondidas un par de puntiagudas espuelas. Hecho esto, se pusieron tranquilamente en camino.
“Voy a dar a este imbécil un soberano disgusto”, pensó la señora Zorra. “Yo le enseñaré a llamarme su caballo”; e inmediatamente comenzó a saltar de un lado para otro y a dar rápidas vueltas, avanzando y reculando, con intención de echar abajo al jinete; mas éste clavó las espuelas con tal fuerza que la señora Zorra no tuvo otro remedio que ceder en su empresa. Al llegar al punto de la reunión, ató el señor Conejo a la señora Zorra en la cuadra, y entrando ufano en la casa, dijo a sus amigos:
-¿Veis cómo la señora Zorra es mi caballo? Es un poco levantisca, pero yo la amansaré. Dicho esto, los llevó a la cuadra para que viesen a la señora Zorra. Terminada la fiesta, montó de nuevo el señor Conejo sobre la señora Zorra, y ésta avanzaba tan sosegadamente, que el señor Conejo, barruntando que iba a suceder algo, se puso un poco nervioso.
De nada le valieron las espuelas, pues la señora Zorra, tumbándose de repente, empezó a revolcarse por el suelo y el señor Conejo hubo de escapar a carrera tendida tratando de alcanzar su madriguera.
Levantóse la taimada, y lanzóse detrás del señor Conejo, que corría dando saltos entre los matorrales, y al verse casi alcanzado por la señora Zorra se escondió en un árbol hueco.
Llegó ésta, y viendo que el agujero del tronco era demasiado estrecho, dijo:
-De todos modos eres mío, pues aquí esperaré a que salgas, aunque tenga que estar hasta el año que viene.
Callóse el señor Conejo y poco después pasó, volando por allí, un milano.
-¡Eh!, señor Milano -le gritó la señora Zorra-, aquí tengo encerrado al señor Conejo. Hacedme el favor de que no se escape, mientras yo voy en busca de un hacha. Vuelvo enseguida.
Púsose de centinela el señor Milano delante del agujero, mientras la señora Zorra volvía.
-¿Sois vos, señor Milano? -le preguntó el señor Conejo desde el interior del árbol-. ¡Si vieses qué ardilla más gorda hay aquí!, ¿por qué no la cogéis?
-¿Cómo? -preguntó el señor Milano.
-Pues, muy fácilmente. Al otro lado del tronco hay un agujero: poneos en acecho y yo la espantaré para que salga.
Dio el señor Milano la vuelta al árbol en espera de su presa, y entretanto el astuto señor Conejo, a todo correr, huía hacia su casa.
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