EL NIDO DE LOS CARANCHOS - Guillermo Enrique Hodson


El gran nido en el viejo duraznero poseía gran atracción para mí. Yo acostumbraba visitarlo a menudo. Deseaba poder subir a él alguna vez. ¡Oh!, qué delicia hubiera sido poder llegar hasta arriba, allí, sobre el nido, y mirar hacia abajo dentro del hueco que parecía una gran palangana, forrada con lana de oveja, y ver los huevos, más grandes que los de pavo, todos jaspeados con un rojo fuerte, o blancos como crema, salpicados con roja sangre. Porque yo había visto los huevos del carancho que llevara un gaucho y alimenté siempre la ambición de agarrarlos del nido con mis propias manos. Mi madre habíame dicho que si yo quería huevos de pájaros no debía nunca sacar más de uno del nido, a menos que fueran de especie dañina. Pero dañino, ciertamente, era el carancho, pese a su buena conducta en la casa. ¿Cómo podría subirme al árbol y sacarlos de los bordes del enorme nido? He aquí una interrogación que me formulaba cotidianamente. Yo tenía miedo de esos pájaros, que parecían tan terriblemente salvajes y formidables, cada vez que me acercaba. Pero mi deseo de conseguir los huevos me subyugaba. Cuando en primavera creía que estaban abandonados, iba más a menudo a observar, esperando el momento oportuno. Y una tarde, después de la puesta del sol, no vi los pájaros en ninguna parte. Pensé que la ocasión había llegado. Me arreglé para trepar por el suave tronco hasta las ramas. Acallando los insistentes latidos de mi corazón, principié la tarea de llegar a las ramas más apretadas y tracé mi ruta sobre el inmenso borde del nido. Pero, en ese momento, oí el áspero y penetrante grito del carancho, y mirando por entre las hojas en la dirección de donde procedía, me apercibí de que macho y hembra llegaban volando furiosamente, chillando de nuevo y más fuertemente a medida que se acercaban. El terror se apoderó de mí. Descendí entre las ramas, y, agarrándome de la más baja, traté de balancearme y desenredarme, precipitándome al suelo.

Sufrí un buen golpe, pero caí sobre el suave césped e incorporándome rápidamente, volé al amparo del monte, para ganar la casa. Durante el rápido transcurso de la acelerada carrera, no osé mirar atrás para ver si los pájaros me perseguían.


Pagina anterior: EL ANILLO DE LA BRUTA
Pagina siguiente: LOS DOCE MESES