El señor conejo y el señor oso


Tenía la señora Zorra un jardín en el que cultivaba guisantes, y el señor Conejo había tomado la costumbre de introducirse en él por un agujero practicado en el seto que lo rodeaba y así cometer robos en perjuicio de la señora Zorra, la que, con astucia, preparó una trampa para sorprender al dañoso ladrón.

Justamente al lado del agujero crecía un árbol joven, que la señora Zorra dobló, habiendo atado a sus ramas más altas una cuerda tirante, cuya otra extremidad, en forma de lazo, adaptó, por medio de una estaca, al orificio abierto en el seto.

A la mañana siguiente, cuando el señor Conejo quiso pasar como de costumbre al jardín, tropezó con la estaca, que cayó de su sitio, y quedó él preso por las patas traseras en el lazo, el cual al enderezarse el árbol, hizo que el conejo quedase colgado en el aire.

Acertó a pasar por allí el señor Oso,

y al ver al señor Conejo en tan extraña posición, le preguntó:

-¿Qué haces ahí?

-Tal como me ves, estoy ganando un peso oro por minuto -le respondió.

-Y ¿cómo puede ser eso? -interrogóle el señor Oso con curiosidad.

-Sí, señor Oso, un peso oro por minuto es lo que me paga la señora Zorra por estar aquí colgado y espantar los cuervos de su jardín. Pero como quiera que yo tengo otras muchas cosas en que ocuparme, le cedo gustoso este empleo, si en ello tiene usted gusto.

Replicó el señor Oso que la cosa no era de despreciar, y habiendo oído del señor Conejo el modo de doblar el árbol, pocos momentos después bailaba colgado en el aire en el puesto del señor Conejo.

No había transcurrido mucho rato, cuando llegó la señora Zorra armada de una buena estaca.

-¡Ah! ¿De modo que era usted el ladronzuelo, señor Oso? ¡Grandísimo granuja! Ya le enseñaré a robarme los guisantes.

Y el pobre señor Oso recibió la paliza destinada al señor Conejo.


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