El emperador y los higos


Un emperador, viendo a un viejo plantar una higuera, le preguntó por qué lo hacía. El labrador contestó que si le alcanzaba la vida comería de la fruta; pero si no, su hijo disfrutaría de los higos.

-Bien -respondió el emperador-, si vives para llegar a comer los frutos de este árbol, te ruego que me lo hagas saber cuando llegue el momento.

El hombre lo prometió, y por cierto que su vida se prolongó lo suficiente para que el árbol creciera, y diera fruto, que el viejo comió.

Metiendo unos cuantos higos de los mejores en su cesta, se fue al palacio, y, explicado el objeto de su visita, fue conducido por los guardias a la presencia del emperador.

Éste quedó tan contento que aceptó el regalo de higos, y mandó que llenaran de oro la cesta del viejo.

Pues bien, cerca de la casa del viejo vivía una mujer muy avara y codiciosa, la cual, viendo la buena suerte del nombre, metió algunos higos en una cesta y persuadió a su marido a que los llevara al emperador; confiaba, sin duda, en que el soberano le devolvería la cesta llena de oro.

Pero el emperador, al saber el propósito del hombre, mandó que lo llevaran al patio y apedrearan con los higos. Cuando el marido llegó a casa y contó a su mujer lo sucedido, ésta lo consoló diciéndole estas palabras: -¡Aún puedes dar gracias de que eran higos y no cocos duros!


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