La retirada de los diez mil
En el año 401, antes de nuestra era, Ciro, hijo de Darío, declaró la guerra a su hermano Artajerjes, que ocupaba el trono de Persia, y valiéndose de varios pretextos y engaños, obtuvo los servicios de tinos trece mil griegos que, juntamente con su propio ejército, marcharon al Asia. En Cunaxa, cerca de Babilonia, Ciro fue derrotado y muerto, y los griegos se hallaron de pronto solos y abandonados en un continente hostil. Trataron de reconciliarse con Tisafernes, el general victorioso, para que les permitiera regresar tranquilamente a su país. Éste los recibió muy cariñosamente, pero en cuanto hubo conquistado su confianza, invitó a los jefes griegos a un magnífico banquete, durante el cual los hizo asesinar traidoramente.
Podemos figurarnos la situación desesperada en que se hallaba el desgraciado ejército griego, privado de muchos de sus jefes, a millares de kilómetros de su país y rodeados por todas partes de fuerzas enemigas. Era tan imposible para ellos el avanzar en aquel país desconocido, como permanecer donde estaban. Sólo tenían un recurso: la retirada, pero ésta representaba para ellos una larga y terrible marcha por comarcas habitadas por pueblos hostiles, y así no es de extrañar que estuvieran sumidos; en la desesperación.
En tal peligroso momento y cuando ya todo parecía perdido, hallaron caudillo en un hombre que se había unido al ejército como voluntario, impulsado por su afición a las aventuras: Jenofonte, caballero ateniense. Mientras los soldados yacían aquí y allá, inertes y abatidos, se preguntó: ¿Por qué estoy echado aquí?¡La noche avanza, y la mañana traerá al enemigo, que después de habernos derrotado nos insultará, nos torturará y, por fin, nos condenará a muerte. ¿Es prudente esperar inactivos hasta que los oficiales celebren consejo y decidan lo que debe hacerse? ¿A quién he de esperar para eso? ¿No tengo bastante edad para tomar la iniciativa?
Se levantó y llamó a los capitanes. Les expuso el peligro de su posición y les demostró que su única esperanza estaba en la retirada.
Él mismo, según dijo, se hallaba dispuesto a guiar la expedición o a seguirla, y al fin los conquistó con su elocuencia. Aclamáronlo por jefe, e inmediatamente se hicieron todos los preparativos necesarios para emprender el regreso.
Entonces empezó su valerosa marcha. Quemaron todo el bagaje que no era absolutamente necesario, a fin de disponer del mayor número posible de soldados útiles para la pelea. Su itinerario fue pronto fijado, pues, ante todo, debían marchar hacia la costa. Cruzaron un río muy caudaloso y allí sufrieron el primer ataque del enemigo; Gran número de honderos y de arqueros a caballo, cuyas armas arrojadizas llegaban a mayor distancia que las de los griegos, atacaron su retaguardia y sus dos flancos, molestándolos continuamente. Jenofonte trató; de repeler el ataque, pero fue derrotado y sufrieron grandes pérdidas; para reanimar el ánimo de sus soldados, se atribuyó la culpa de la derrota y reorganizó sus fuerzas.. Los griegos prosiguieron su retirada. Pronto llegaron a una comarca que les oponía enormes dificultades; los corazones de los soldados se des--animaron al ver las altísimas rocas y profundos precipicios de aquel país, habitado por una. raza montaraz y belicosa, pues si sólo una vez el enemigo los hubiera sorprendido en los estrechos , pasos de. aquella región, habrían sido destrozados por completo. Así, pues, el único recurso, que les quedaba para evitar su destrucción, era el de pasar de una a otra altura con increíble ligereza, antes de que sus perseguidores pudieran darles alcance. Día tras día prosiguieron en su heroica marcha y llegaron a las salvajes comarcas de Armenia. Este país estaba barrido por grandes huracanes y cubierto por copiosas nevadas que lo hacían casi infranqueable y, además, por desgracia, los griegos habían de cruzarlo-en la estación peor del año, es decir, durante el invierno.
combatidos por las tempestades y calados y cegados por la nieve, continuaron sin embargo, la retirada. Su maravilloso ánimo les daba fuerzas paira resistir todos los contratiempos. No¡ solamente rechazaron los ataques del enemigo, sino que, a veces, tomaron la ofensiva, y en una ocasión lograron sembrar el espanto en el campo del jefe de la provincia, y se apoderaron de rico botín.
Pasaron el Eufrates, cerca de sus fuentes, y allí sufrieron los embates de un viento helado, mientras proseguían su marcha con tenaz persistencia a través de la comarca cubierta por casi dos metros de nieve. Avanzaron a pesar de llevar numerosos soldados enfermos y heridos y de tener al enemigo a sus espaldas, dispuesto a caer sobre ellos a la primera oportunidad que se le presentara; pero los griegos fingieron un ataque, gracias al cual consiguieron librarse de ellos, y luego se aproximaron ya a las llanuras.
Cruzaron otro río y recibieron la desagradable sorpresa de ver que el paso que se les ofrecía para llegar a la llanura estaba ocupado por las tribus del distrito; pero, aun cuando no conocían el país y estaban rodeados por las sombras de la noche, consiguieron salvar el paso y llegar victoriosos al llano. Un nuevo río surge en su camino, y, después de franqueado, llegaron a una gran ciudad, cuyos habitantes les dieron un guía para que los condujera, cosa que hizo por espacio de cinco días, y al sexto el ejército llegó ante el monte Zeque. Los fatigados y desgraciados guerreros treparon lenta y penosamente a su cima y entonces, en el panorama que se extendía ante su vista, divisaron las azules aguas del Ponto Euxino, que ahora llamamos Mar Negro. Estallaron entonces las emociones contenidas durante su largo viaje y todos gritaron: “¡El mar! ¡El mar!”, echándose unos en brazos de otros. Luego obedeciendo todos a un mismo impulso, empezaron a amontonar piedras, y en el sitio desde donde divisaron el Euxino, levantaron un enorme monumento. Los supervivientes de los diez mil hombres habían logrado, por fin, realizar su peligroso y difícil viaje.
Sin embargo, sus penalidades no habían terminado, porque, si bien estaban ya en la costa, no disponían de bastantes navíos para embarcarse todos, y la temible perspectiva de verse obligados a caminar a lo largo de las orillas del Mar Negro los horrorizaba. Los enfermos, y los hombres cuya edad era superior a cuarenta años, fueron embarcados, en tanto que el resto del ejército se encaminaba al puerto más cercano.
Allí se pasó revista y vióse que habían sobrevivido unos seis mil hombres. Tres mil perecieron en Cunaxa y casi cuatro mil durante la fatigosa retirada. Tal número de víctimas era muy bajo, en realidad, teniendo en cuenta las penosas marchas que se vieron obligados a hacer y las salvajes regiones que habían atravesado.
La fama de este hecho se extendió de una a otra ciudad griega, causando la hazaña extraordinaria impresión en el mundo heleno. Y, a pesar de que su monumento de piedras en el monte Zeque haya desaparecido, la memoria de su valerosa y heroica retirada perdurará siempre dondequiera que se honren la valentía y el heroísmo.
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