LOS POLVOS DE LA CONDESA


En una tarde de junio de 1681, las campanas todas de las iglesias de Lima plañían fúnebres rogativas, y los monjes de las cuatro órdenes religiosas que a la sazón existían, congregados en pleno coro, entonaban salmos y preces.

Los habitantes de las tres veces coronada ciudad cruzaban por los sitios en que sesenta años después el virrey conde de la Monclova debía construir los portales de Escribanos y Botoneros, y se detenían frente a la puerta lateral de palacio.

En éste todo se volvía entradas y salidas de personajes más o menos caracterizados.

No se diría sino que acababa de dar fondo en el Callao un galeón con importantísimas nuevas de España, ¡tanta era la agitación palaciega y popular!, o que, como en nuestros democráticos días, se estaba realizando uno de aquellos golpes de teatro, a que sabe dar pronto término la justicia de cuerda y hoguera.

Los sucesos, como el agua, deben beberse en la fuente; y por esto, con venia del capitán de arcabuceros que está de facción en la susodicha puerta, penetraremos, lector, si te place mi compañía, en un recamarín de palacio.

Hallábanse en él el excelentísimo señor don Luis Jerónimo Fernández de Cabrera Bobadilla y Mendoza, conde de Chinchón, virrey de estos reinos del Perú por Su Majestad don Felipe IV, y su íntimo amigo el marqués de Corpa. Ambos estaban silenciosos y mirando con avidez hacia una puerta de escape, la que al abrirse dio paso a un nuevo personaje.

Era éste un anciano. Vestía calzón de paño negro a media pierna, zapatos de pana con hebillas de piedra, casaca y chaleco de terciopelo; de este último pendía una gruesa cadena de plata con hermosísimos sellos. Si añadimos que gastaba guantes de gamuza, habrá el lector conocido el perfecto tipo de un Esculapio de aquella época.

El doctor Juan de Vega, nativo de Cataluña y recién llegado al Perú, en calidad de médico de la casa del virrey, era una de las lumbreras de la ciencia que enseña a matar por medio de un recipe.

-¿Y bien, don Juan? -le interrogó el virrey más con la mirada que con la palabra.

-Señor, no hay esperanza. Sólo un milagro de Dios puede salvar a doña Francisca.

Y don Juan se retiró con aire compungido.

El virrey había llegado a Lima en enero de 1639, y dos meses más tarde su bellísima y joven esposa, doña Francisca Henríquez de Ribera, a la que había desembarcado en Paita para no exponerla a los azares de un probable combate naval con los piratas. Algún tiempo después se sintió la virreina atacada de esa fiebre periódica que se designa con el nombre de terciana, y que era conocida por los incas como endémica en el valle del Rímac.

Sabido es que, cuando on 1378 Pachacutec envió un ejército de treinta mil cuzqueños a la conquista de Pachacamac, perdió lo más florido de sus tropas a estragos de la terciana. En los primeros siglos de la dominación europea, los españoles que se avecinaban en Lima pagaban también tributo a esta terrible enfermedad, de la que muchos sanaban sin específico conocido y a otros arrebataba el mal.

La condesa de Chinchón estaba desahuciada. La ciencia, por boca do su oráculo don Juan de Vega, había fallado.

-¡Tan joven y tan bella! -decía a su amigo el desconsolado esposo-. ¡Pobre Francisca! ¿Quién te habría dicho que no volverías a ver tu cielo de Castilla ni los carmenes de Granada? ¡Dios mío! ¡Un milagro, Señor, un milagro...!

-Se salvará la condesa, excelentísimo señor -contestó una voz en la puerta de la habitación.

El virrey se volvió sorprendido. Era un sacerdote, un hijo de Ignacio de Loyola, el que había pronunciado tan consoladoras palabras.

El conde de Chinchón se inclinó ante el jesuita. Éste continuó:

-Quiero ver a la virreina, tenga vuecencia fe, y Dios hará el resto.

El virrey condujo al sacerdote al lecho de la moribunda.

Un mes después se daba una gran fiesta, en palacio, en celebración del restablecimiento de doña Francisca.

La virtud febrífuga de la cascarilla quedaba descubierta.

Atacado de fiebres un indio de Loja, llamado Pedro de Leyva, bebió, para calmar los ardores de la sed, del agua de un remanso, en cuyas orillas crecían algunos árboles de quina. Salvado así, hizo la experiencia de dar de beber a otros enfermos del mismo mal cántaros de agua en los que depositaba raíces de cascarilla. Con su descubrimiento vino a Lima y lo comunicó a un jesuita, quien, realizando la feliz curación de la virreina, hizo a la humanidad mayor servicio que el fraile que inventó la pólvora.

Los jesuitas guardaron por algunos años el secreto, y a ellos acudía todo el que era atacado de tercianas. Por eso, durante mucho tiempo, los polvos de la corteza de quina se conocieron con el nombre de polvos de los jesuitas o polvos de la condesa.

El doctor Scrivener dice que un médico inglés, mister Talbot, curó con la quinina al príncipe de Conde, al delfín, a Colbert y otros personajes importantes. Vendió el secreto al gobierno francés por una suma considerable y obtuvo una pensión vitalicia. Linneo, tributando en ello un homenaje a la virreina, condesa de Chinchón, señaló a la quina el nombre que hoy le da la ciencia: Chinchona.


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