Aparicio Saravia, uno de los últimos caudillos del Río de la Plata
Aparicio Saravia fue una de las personalidades más discutidas de Uruguay a fines del siglo pasado y comienzo del presente. Su silueta de recio hombre de campo, con el poncho blanco recorriendo las líneas al galope de su tordillo de guerra, es de efecto eléctrico para las masas; después de su muerte, el poncho blanco flota como un simbólico sudario en la evocación de aquel crepúsculo.
Nació en Pablo Páez, Cerro Largo, en 1855; actuó en las luchas políticas del estado de Río Grande, del lado de los federalistas, y poco después asumió la jefatura del partido blanco, o nacionalista; en tal carácter encabezó la revolución contra el gobierno uruguayo presidido a la sazón por el doctor Juan Idiarte Borda; la lucha fratricida había sido pródiga ya en combates sangrientos, cuando el 25 de agosto de 1897 un acontecimiento trágico vino a conmover al país: el asesinato del presidente de la República; al doctor Juan Lindolfo Cuestas, que ocupó la primera magistratura, cúpole concluir la paz con los nacionalistas gracias a un acuerdo político que establecía la reforma de la ley electoral sobre la base de la representación de las minorías, la principal de las reivindicaciones por las que luchara Saravia.
Cuestas cumplió el pacto tan estrictamente, que durante todo su mandato en la práctica existieron dos gobiernos: el legal, en Montevideo, y el blanco, en su estancia “El Cordobés”.
Apenas hubo asumido el poder don José Batlle y Ordóñez, el partido nacionalista, que combatiera su candidatura, alzóse contra el gobierno; una primera revolución, en 1903, fue conjurada por el pacto de Nico Pérez, pero como poco después se adujera su violación por parte de las autoridades constitucionales, Saravia lanzóse b. la lucha. La nueva guerra civil se extendió desde enero a setiembre de 1904, y sólo concluyó cuando “el Tigre” halló la muerte peleando bravamente en el combate de Masoller.
La muerte de Aparicio Saravia es una escena de tragedia antigua, de profunda fuerza emocional y portentoso colorido. Con él desaparece el último caudillo gaucho, arbitro e ídolo de las masas blancas, en quien estaba puesta la fe de su partido.
Caído Saravia, fue como si a todos les troncharan los brazos; se cayeron las armas de las manos; en medio de un silencio espantoso, las bocas no se abrían sino para desesperadas imprecaciones: todos los ojos estaban arrasados de lágrimas. Muchos no lo podían creer, y aún veinte años después había blancos que decían de él, como se decía de Facundo: “No, él no ha muerto; volverá.”
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