El duro comienzo de la lucha por la independencia chilena


Hasta entonces, los patriotas chilenos no habían tenido que luchar sino contra la resistencia de sus compatriotas partidarios del antiguo orden de cosas, y con los españoles residentes en Chile. Pero esto iba a cambiar.

El virrey de Perú comenzó a alarmarse con los acontecimientos que se producían en Chile, y resolvió someter este país a la antigua obediencia. La actitud francamente revolucionaria del gobierno de Chile lo afirmó en esta resolución de lucha.

No podía el virrey disponer de muchos soldados para esta empresa, y se vio en la necesidad de enviar sólo una pequeña expedición al sur de Chile, cuyos habitantes simpatizaban con España. Allí confiaba formar el ejército con el que luego iba a reconquistar todo el país.

Por desgracia para ellos, los chilenos no se encontraban unidos ante el peligro que los amenazaba: Carrera tenía muchos enemigos, aparte de los que se mostraban deseosos de volver al antiguo régimen.

La expedición enviada por el virrey pudo desembarcar sin contratiempos en el extremo sur, donde engrosó sus filas. Entonces comenzó la guerra entre los realistas y los patriotas, mandados por Carrera en persona. Entre sus oficiales se distinguía don Bernardo O'Higgins, hijo de uno de los más notables presidentes de la época colonial, que había sido también virrey de Perú.

Las armas de los patriotas no fueron siempre felices en los muchos encuentros de aquella guerra. Los enemigos de Carrera se aprovecharon de sus derrotas para acusarlo de incapacidad como militar, y obtuvieron de las autoridades de Santiago su separación del mando del ejército, que fue confiado a O'Higgins.

Para colmo de desgracia, Carrera, después de haber sido destituido, cayó prisionero de los españoles junto con dos hermanos suyos que en tal circunstancia lo acompañaban, ambos oficiales del ejército patriota.

La suerte de la campaña no mejoró con el cambio de general, y ni los realistas ni los patriotas podían obtener ventajas decisivas. Los chilenos, acostumbrados a la tranquilidad de que habían gozado antes de la revolución, comenzaron a cansarse de la guerra y de los trastornos que sufrían, y a suspirar por la paz. Los mismos españoles participaban de este sentimiento.

Entonces realistas y patriotas llegaron a un acuerdo, el tratado de Lircay, según el cual los chilenos ratificaban su obediencia al rey de España y mantenían su derecho a gobernarse por sí mismos; en cambio, las tropas que obedecían al virrey de Perú se comprometían a abandonar el territorio chileno.

Los patriotas exaltados consideraron que este pacto equivalía a una derrota, porque con él se renunciaba a la idea de la independencia del país, que muchos de ellos acariciaban. Aprovechándose de este descontento, Carrera, que había logrado escapar del poder de los españoles, encabezó una nueva revolución, se apoderó de Santiago y formó una junta de gobierno compuesta de partidarios suyos.

O'Higgins, por su parte, no se dio por vencido, y acudió a las armas para derribar a su adversario, pero fue derrotado en una batalla cerca de Santiago y tuvo que retirarse con los restos de su ejército, sin perder la esperanza de recuperar el poder.

Mientras los patriotas se despedazaban entre sí, se supo en Chile que el virrey de Perú no había aprobado el acuerdo entre realistas y patriotas, y enviaba una considerable fuerza para intentar la reconquista. Ante el peligro común, los patriotas olvidaron sus discordias y O'Higgins reconoció a Carrera como su jefe.

Era ya demasiado tarde. El ejército realista, mandado por el general español Osorio, marchó hacia Santiago y atacó el l9 de octubre de 1814 a la vanguardia de los patriotas, atrincherada, al mando de O'Higgins, en la plaza del pueblo de Rancagua. El ejército chileno hizo allí prodigios de valor, pero después de muchas horas de heroicos esfuerzos, O'Higgins comprendió que la resistencia era imposible. Entonces, a la cabeza de su caballería, logró romper las líneas realistas y se volvió a Santiago con las tropas que había podido salvar.

La batalla de Rancagua puso término, por el momento, a la revolución de Chile. Los españoles ocuparon a Santiago, y los patriotas más comprometidos, junto con los pocos soldados que aún cobijaban las banderas de la independencia, tuvieron que refugiarse al otro lado de los Andes, en la provincia argentina de Mendoza, gobernada entonces por el general José de San Martín, uno de los más ilustres campeones de la independencia de América.