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Biografia de Epicuro
(isla de Samos, actual Grecia, h. 342 a.C.-Atenas, h. 270 a.C.) Filósofo griego. Perteneció a una familia de la nobleza ateniense, procedente del demo ático de Gargetos e instalada en Samos, en la que muy probablemente nació el propio Epicuro y donde, con toda seguridad, pasó también sus años de infancia y adolescencia. Cuando los colonos atenienses fueron expulsados de Samos, la familia se refugió en Colofón, y Epicuro, a los catorce años de edad, se trasladó a Teos, al norte de Samos, para recibir las enseñanzas de Nausifanes, discípulo de Demócrito. A los dieciocho años se trasladó a Atenas, donde vivió un año; viajó luego a Colofón, Mitilene de Lesbos y Lámpsaco, y entabló amistad con algunos de los que, como Hemarco de Mitilene, Metrodoro de Lámpsaco y su hermano Timócrates, formaron luego el círculo más íntimo de los miembros de su escuela. Ésta, que recibió el nombre de escuela del Jardín, la fundó Epicuro en Atenas, en la que se estableció en el 306 a.C. y donde transcurrió el resto de su vida. El Jardín se hizo famoso por el cultivo de la amistad y por estar abierto a la participación de las mujeres, en contraste con lo habitual en la Academia platónica y en el Liceo aristotélico. De hecho, Epicuro se opuso a platónicos y peripatéticos, y sus enseñanzas quedaron recogidas en un conjunto de obras muy numerosas, según el testimonio de Diógenes Laercio, pero de las que ha llegado hasta nosotros una parte muy pequeña, compuesta esencialmente por fragmentos. Con todo, el pensamiento de Epicuro quedó inmortalizado en el poema latino La naturaleza de las cosas, de Tito Lucrecio Caro. La doctrina epicúrea preconiza que el objetivo de la sabiduría es suprimir los obstáculos que se oponen a la felicidad. Ello no significa, sin embargo, la búsqueda del goce desenfrenado, sino, por el contrario, la de una vida mesurada en la que el espíritu pueda disfrutar de la amistad y del cultivo del saber. La felicidad epicúrea ha de entenderse como el placer reposado y sereno, basado en la satisfacción ordenada de las necesidades elementales, reducidas a lo indispensable. El primer paso que se debe dar en este sentido consiste en eliminar aquello que produce la infelicidad humana: el temor a la muerte y a los dioses, así como el dolor físico. Es célebre su argumento contra el miedo a la muerte, según el cual, mientras existimos, ella todavía no existe, y cuando ella existe, nosotros ya no, por lo que carece de sentido angustiarse; en un sentido parecido, Epicuro llega a aceptar la existencia posible de los dioses, pero deduce de su naturaleza el inevitable desinterés frente a los asuntos humanos; la conclusión es la misma: el hombre no debe sufrir por cuestiones que existen sólo en su mente. La ética epicúrea se completa con dos disciplinas: la canónica (o doctrina del conocimiento) y la física (o doctrina de la naturaleza). La primera es una teoría de tipo sensualista, que considera la percepción sensible como la fuente principal del conocimiento, lo cual permite eliminar los elementos sobrenaturales de la explicación de los fenómenos; la causa de las percepciones son las finísimas partículas que despiden continuamente los cuerpos materiales y que afectan a los órganos de los sentidos. Por lo que se refiere a la física, se basa en una reelaboración del atomismo de Demócrito, del cual difiere principalmente por la presencia de un elemento original, cuyo propósito es el de mitigar el ciego determinismo de la antigua doctrina: se trata de la introducción de una cierta idea de libertad o de azar, a través de lo que Lucrecio denominó el clinamen, es decir, la posibilidad de que los átomos experimenten espontáneamente ocasionales desviaciones en su trayectoria y colisionen entre sí. En este sentido, el universo concebido por Epicuro incluye en sí mismo una cierta contingencia, aunque la naturaleza ha sido siempre como es y será siempre la misma. Éste es, para la doctrina epicúrea (y en general para el espíritu griego), un principio evidente del cosmos que no procede de la sensación, y la contemplación de este universo que permanece inmutable a través del cambio es uno de los pilares fundamentales en los que se cimienta la serenidad a la que el sabio aspira.
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