Literatura de los pueblos de México, Centroamérica, Sudamérica y
el Caribe escrita en lengua española. Su historia, que comenzó durante el siglo
XVI, en la época de la conquista, se puede dividir a grandes rasgos en cuatro
periodos.
Durante el periodo colonial fue un simple
apéndice de la que se escribía en España, pero con los movimientos de independencia
que tuvieron lugar a comienzos del siglo XIX entró en un segundo periodo dominado
por temas patrióticos. En la etapa de consolidación nacional que siguió al periodo
anterior, experimentó un enorme auge, hasta que alcanzó su madurez a partir de
la década de 1910, llegando a ocupar un significativo lugar dentro de la literatura
universal. La producción literaria de los países latinoamericanos forma un conjunto
armónico, a pesar de las diferencias y rasgos propios de cada país. Para la literatura
latinoamericana en portugués, véase Literatura brasileña. PERIODO COLONIAL Las
primeras obras de la literatura latinoamericana pertenecen tanto a la tradición
literaria española como a la de sus colonias de ultramar. Así, los primeros escritores
americanos -como el soldado y poeta español Alonso de Ercilla y Zúñiga, creador
de La Araucana (1569-1589), una epopeya acerca de la conquista del pueblo araucano
de Chile por parte de los españoles- no habían nacido en el Nuevo Mundo.
Las guerras y la cristianización del recién
descubierto continente no crearon un clima propicio para el cultivo de la poesía
lírica y la narrativa, por lo cual la literatura latinoamericana del siglo XVI
sobresale principalmente por sus obras didácticas en prosa y por las crónicas.
Especialmente destacadas en este terreno resultan la Historia verdadera de la
conquista de la Nueva España (1632), escrita por el conquistador e historiador
español Bernal Díaz del Castillo, lugarteniente del explorador también español
Hernán Cortés, y la historia en dos partes de los incas de Perú y de la conquista
española de este país, Comentarios reales (1609 y 1617), del historiador peruano
Garcilaso de la Vega, el Inca. Las primeras obras teatrales escritas en Latinoamérica,
como Representación del fin del mundo (1533), sirvieron como vehículo literario
para la conversión de los nativos. El espíritu del renacimiento español, así como
un exacerbado fervor religioso, resulta evidente en los textos de comienzos del
periodo colonial, en el que los más importantes difusores de la cultura eran los
religiosos, entre los que se encuentran el misionero e historiador dominico Bartolomé
de Las Casas, que vivió en Santo Domingo y en otras colonias del Caribe; el autor
teatral Hernán González de Eslava, que trabajó en México, y el poeta épico peruano,
aunque nacido en España, Diego de Hojeda. México (actualmente Ciudad de México)
y Lima, las capitales de los virreinatos de Nueva España y Perú, respectivamente,
se convirtieron en los centros de toda la actividad intelectual del siglo XVII,
y la vida en ellas, una espléndida réplica de la de España, se impregnó de erudición,
ceremonia y artificialidad. Los criollos superaron a menudo a los españoles en
cuanto a la asimilación del estilo barroco predominante en Europa. Esta aceptación
quedó de manifiesto, en el terreno de la literatura, por la popularidad de las
obras del dramaturgo español Pedro Calderón de la Barca y las del poeta, también
español, Luis de Góngora, así como en la producción literaria local. El más destacado
de los poetas del siglo XVII en Latinoamérica fue la monja mexicana Juana Inés
de la Cruz, que escribió obras de teatro en verso, de carácter tanto religioso
-por ejemplo, el auto sacramentalEl Divino Narciso (1688)- como profano. Escribió
asimismo poemas en defensa de las mujeres y obras autobiográficas en prosa acerca
de sus variados intereses. La mezcla de sátira y realidad que dominaba la literatura
española llegó también al Nuevo Mundo, y allí aparecieron, entre otras obras,
la colección satírica Diente del Parnaso, del poeta peruano Juan del Valle Caviedes,
y la novela Infortunios de Alonso Ramírez (1690), del humanista y poeta mexicano
Carlos Sigüenza y Góngora. En España, la casa Borbón sustituyó a la Habsburgo
a comienzos del siglo XVIII. Este acontecimiento abrió las colonias, con o sin
sanción oficial, a las influencias procedentes de Francia, influencias que quedaron
de manifiesto en la amplia aceptación del neoclasicismo francés y, durante la
última parte del siglo, en la extensión de las doctrinas de la ilustración. Así,
el dramaturgo peruano Peralta Barnuevo adaptó obras teatrales francesas, mientras
que otros escritores, como el ecuatoriano Francisco Eugenio de Santa Cruz y el
colombiano Antonio Nariño, contribuyeron a la difusión de las ideas revolucionarias
francesas hacia finales del siglo. Durante esta segunda época, surgieron nuevos
centros literarios. Quito en Ecuador, Bogotá en Colombia y Caracas en Venezuela,
en el norte del continente, y, más adelante, Buenos Aires, en el sur, comenzaron
a superar a las antiguas capitales de los virreinatos como centros de cultura
y creación y edición literarias. Los contactos con el mundo de habla no hispana
se hicieron cada vez más frecuentes y el monopolio intelectual de España comenzó
a decaer. EL PERIODO DE INDEPENDENCIA El periodo de la lucha por la independencia
ocasionó un denso flujo de escritos patrióticos, especialmente en el terreno de
la poesía. La narrativa, censurada hasta el momento por la corona de España, comenzó
a cultivarse y, en 1816, apareció la primera novela escrita en Latinoamérica,
El Periquillo Sarniento, del escritor y periodista mexicano José Joaquín Fernández
de Lizardi. En ella, las aventuras de su protagonista enmarcan numerosas vistas
panorámicas de la vida colonial, que contienen veladas críticas a la sociedad.
La literatura y la política estuvieron íntimamente relacionadas durante este periodo
en que los escritores asumieron actitudes similares a las de los tribunos republicanos
de la antigua Roma. Desde sus inicios dan claras muestras de su preocupación por
destacar los aspectos costumbristas de la realidad, así como de su interés por
los problemas de la crítica social y moral. El poeta y cabecilla político ecuatoriano
José Joaquín Olmedo alabó al líder revolucionario Simón Bolívar en su poema 'Victoria
de Junín' (1825), mientras que el poeta, crítico y erudito venezolano Andrés Bello
ensalzó los paisajes tropicales en la silva A la agricultura de la zona tórrida
(1826), similar a la poesía bucólica del poeta clásico romano Virgilio. El poeta
cubano José María Heredia se anticipó al romanticismo en poemas como Al Niágara
(1824), escrito durante su exilio en los Estados Unidos. Hacia ese mismo año,
en el sur, comenzó a surgir una poesía popular anónima, de naturaleza política,
entre los gauchos de la región de La Plata. PERIODO DE CONSOLIDACIÓN Durante el
periodo de consolidación que siguió al anterior, las nuevas repúblicas tendieron
a dirigir su mirada hacia Francia aún más que hacia España, aunque con nuevos
intereses regionalistas. Las formas neoclásicas del siglo XVIII dejaron paso al
romanticismo, que dominó el panorama cultural de Latinoamérica durante casi medio
siglo a partir de sus inicios en la década de 1830. Argentina entró en contacto
con el romanticismo franco-europeo de la mano de Esteban Echeverría y, junto con
México, se convirtió en el principal difusor del nuevo movimiento. Al mismo tiempo,
la tradición realista hispana halló continuación a través de las obras llamadas
costumbristas (que contenían retratos de las costumbres locales). La consolidación
económica y política y las luchas de la época influyeron en la obra de numerosos
escritores. Muy destacable fue la denominada generación romántica argentina en
el exilio de oponentes al régimen (1829-1852) del dictador Juan Manuel de Rosas.
Este grupo, muy influyente también en Chile y Uruguay, contaba (además de con
Echeverría) con José Mármol, autor de una novela clandestina, Amalia (1851), y
con el educador (más adelante presidente de Argentina) Domingo Faustino Sarmiento,
en cuyo estudio biográfico-social Facundo, civilización y barbarie (1845) sostenía
que el problema básico de Latinoamérica era la gran diferencia existente entre
su estado primitivo y las influencias europeas. En Argentina, las canciones de
los bardos gauchos fueron dejando paso a las creaciones de poetas cultos como
Hilario Ascasubi y José Hernández que usaron temas populares para crear una nueva
poesía gauchesca. El Martín Fierro (1872) de Hernández, en el que narra la difícil
adaptación de su protagonista a la civilización, se convirtió en un clásico nacional,
y los temas relacionados con los gauchos pasaron al teatro y a la narrativa de
Argentina, Uruguay y el sur de Brasil. La poesía en otras zonas del continente
tuvo un carácter menos regionalista, a pesar de que el romanticismo continuó dominando
el ambiente cultural de la época. Los poetas más destacados de esos años fueron
la cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda, autora también de novelas, y el uruguayo
Juan Zorrilla de San Martín, cuya obra narrativa Tabaré (iniciada en 1876 y publicada
en 1888) presagió el simbolismo. La novela progresó notablemente en este periodo.
Así, el chileno Alberto Blest Gana llevó a cabo la transición entre el romanticismo
y el realismo al describir la sociedad chilena con técnicas heredadas del escritor
francés Honoré de Balzac en su Martín Rivas (1862). Escribió la mejor novela histórica
de la época, Durante la reconquista (1897). Por otro lado, María (1867), un cuento
lírico sobre un amor marcado por un destino aciago en una vieja plantación, escrito
por el colombiano Jorge Isaacs, está considerada como la obra maestra de las novelas
hispanoamericanas del romanticismo. En Ecuador, Juan León Mera idealizó a los
indígenas de América al situar en la jungla su novela Cumandá o un drama entre
salvajes (1879). En México el más destacado de los realistas románticos fue Ignacio
Altamirano, en la misma época en que José Martiniano Alencar inició el género
regional con sus novelas poemáticas e indianistas románticas (cuentos de amor
entre indios y blancos), como El Guaraní (1857) e Iracema (1865). Los novelistas
naturalistas, entre los que se contó el argentino Eugenio Cambaceres, autor de
Sin rumbo (1885), pusieron de manifiesto en sus obras la influencia de las novelas
experimentales del escritor francés Émile Zola. El ensayo se convirtió en este
periodo en el medio de expresión favorito de numerosos pensadores, a menudo periodistas,
interesados en temas políticos, educacionales y filosóficos. Un artista y polemista
muy característico del momento fue el ecuatoriano Juan Montalvo, autor de Siete
tratados (1882), mientras que Eugenio María de Hostos, un educador y político
liberal portorriqueño, llevó a cabo su obra en el Caribe y en Chile, y Ricardo
Palma creó un tipo de viñetas narrativas e históricas muy peculiar denominada
Tradiciones peruanas (1872). El modernismo, movimiento de profunda renovación
literaria, apareció durante la década de 1880, favorecido por la consolidación
económica y política de las repúblicas latinoamericanas y la paz y la prosperidad
resultantes de ella. Su característica principal fue la defensa de las funciones
estética y artística de la literatura en detrimento de su utilidad para una u
otra causa concreta. Los escritores modernistas compartieron una cultura cosmopolita
influida por las más recientes tendencias estéticas europeas, como el parnasianismo
francés y el simbolismo, y en sus obras fundieron lo nuevo y lo antiguo, lo nativo
y lo foráneo tanto en la forma como en los temas. La mayoría de los modernistas
eran poetas, pero muchos de ellos cultivaron, además, la prosa, hasta el punto
de que la prosa hispana se renovó al contacto con la poesía del momento. El iniciador
del movimiento fue el peruano Manuel González Prada, ensayista de gran conciencia
social a la vez que osado experimentador estético. Entre los principales poetas
modernistas se encontraban el patriota cubano José Martí, el también cubano Julián
del Casal, el mexicano Manuel Gutiérrez Nájera y el colombiano José Asunción Silva,
aunque fue el nicaragüense Rubén Darío quien se convirtió en el más destacado
representante del grupo tras la publicación de Prosas profanas (1896), su segunda
obra mayor, y él sería el verdadero responsable de conducir el movimiento a su
punto culminante. Solía mezclar los aspectos experimentales del movimiento con
expresiones de desesperación o de alegría metafísica, como en Cantos de vida y
esperanza (1905), y tanto él como sus compañeros de grupo materializaron el mayor
avance de la lengua y de la técnica poética latinoamericana desde el siglo XVII.
A la generación más madura pertenecieron escritores como el argentino Leopoldo
Lugones y el mexicano Enrique González Martínez, que marcó un punto de inflexión
hacia un modernismo más íntimo y trató temas sociales y éticos en su poesía. El
uruguayo José Enrique Rodó aportó nuevas dimensiones artísticas al ensayo con
su obra Ariel (1900), que estableció importantes caminos espirituales para los
autores más jóvenes del momento. Entre los novelistas se encontraban el venezolano
Manuel Díaz Rodríguez, que escribió Sangre patricia (1902) y el argentino Enrique
Larreta, autor de La gloria de Don Ramiro (1908). El modernismo, que llegó a España
procedente de Latinoamérica, alcanzó su punto culminante hacia 1910, y dejó una
profunda huella en varias generaciones de escritores de lengua hispana. Al mismo
tiempo, otros muchos escritores ignoraron el modernismo y continuaron produciendo
novelas realistas o naturalistas centradas en problemas sociales de alcance regional.
Así, en Aves sin nido (1889), la peruana Clorinda Matto de Turner pasó de la novela
indianista sentimental a la moderna novela de protesta, mientras que el mexicano
Federico Gamboa cultivó la novela naturalista urbana en obras como Santa (1903),
y el uruguayo Eduardo Acevedo Díaz escribió novelas históricas y de gauchos. El
relato breve y el teatro maduraron a comienzos del siglo XX de la mano del chileno
Baldomero Lillo, que escribió cuentos de mineros, como Sub terra (1904), y de
la de Horacio Quiroga, autor uruguayo de historias de la jungla, quien, en Cuentos
de la selva (1918), combinó un enfoque de tipo regional centrado en la relación
entre los seres humanos y la naturaleza primitiva, con la descripción de fenómenos
psicológicamente extraños en unos cuentos de misterio poblados de alucinaciones,
mientras que el dramaturgo Florencio Sánchez enriqueció el teatro de su país con
sus obras sociales de carácter local. LITERATURA CONTEMPORÁNEA La Revolución Mexicana,
iniciada en 1910, coincidió con un rebrote del interés de los escritores latinoamericanos
por sus características distintivas y sus propios problemas sociales. A partir
de esa fecha, y cada vez en mayor medida, los autores latinoamericanos comenzaron
a tratar temas universales y, a lo largo de los años, han llegado a producir un
impresionante cuerpo literario que ha despertado la admiración internacional.
Poesía En el terreno de la poesía, numerosos autores reflejaron en su obra las
corrientes que clamaban por una renovación radical del arte, tanto europeas -cubismo,
expresionismo, surrealismo- como españolas, entre la cuales se contaba el ultraísmo,
denominación que recibió un grupo de movimientos literarios de carácter experimental
que se desarrollaron en España a comienzos del siglo. En ese ambiente de experimentación,
el chileno Vicente Huidobro fundó el creacionismo, que concebía el poema como
una creación autónoma, independiente de la realidad cotidiana exterior; el también
chileno Pablo Neruda, que recibió el Premio Nobel de Literatura en 1971, trató,
a lo largo de su producción, un gran número de temas, cultivó varios estilos poéticos
diferentes e incluso pasó por una fase de comprometida militancia política, y
el poeta colombiano Germán Pardó García alcanzó un alto grado de humanidad en
su poesía, que tuvo su punto culminante en Akróteras (1968), un poema escrito
con ocasión de los Juegos Olímpicos de México. Por otro lado, surgió en el Caribe
un importante grupo de poetas, entre los que se encontraba el cubano Nicolás Guillén,
que se inspiraron en los ritmos y el folclore de los pueblos negros de la zona.
La chilena Gabriela Mistral, premio Nobel de Literatura (1945) otorgado por primera
vez a las letras latinoamericanas, creó una poesía especialmente interesante por
su calidez y emotividad, mientras que en México el grupo de los Contemporáneos,
que reunía a poetas como Jaime Torres Bodet, José Gorostiza y Carlos Pellicer,
se centró esencialmente en la introspección y en temas como el amor, la soledad
y la muerte. Otro mexicano, el premio Nobel de Literatura de 1990 Octavio Paz,
cuyos poemas metafísicos y eróticos reflejan una clara influencia de la poesía
surrealista francesa, está considerado como uno de los más destacados escritores
latinoamericanos de posguerra, y ha cultivado también la crítica literaria y política.
Teatro El teatro latinoamericano continuó su proceso de maduración en gran cantidad
de ciudades, en especial Ciudad de México y Buenos Aires, en las que se convirtió
en un importante vehículo cultural, y vivió un periodo de afianzamiento en otros
países, como Chile, Puerto Rico y Perú. En México pasó por una completa renovación
experimental, representada por el Teatro de Ulises (que comenzó en 1928) y el
Teatro de orientación (en 1932), activados por Xavier Villaurrutia, Salvador Novo
y Celestino Gorostiza, que culminaría con la obra de Rodolfo Usigli y continuaría
con la de un nuevo grupo de dramaturgos, con Emilio Carballido a la cabeza. Por
otro lado, entre los más destacados autores de teatro argentinos se encuentra
Conrado Nalé Roxlo. Ensayo Los ensayistas posteriores al modernismo han sido muy
activos, han adoptado una dirección nacionalista y más universal, y han ofrecido
una gran variedad de puntos de vista intelectuales. La generación del Centenario
de la Independencia de 1910 tuvo representantes como José Vasconcelos, conocido
por su sueño utópico de una "raza cósmica" (La raza cósmica, 1925), el erudito
dominicano Pedro Henríquez Ureña, autor de Seis ensayos en busca de nuestra expresión
(1928), y Alfonso Reyes, supremo mexicano universal, humanista completo y autor
de Visión de Anáhuac (1917). Por otro lado, el ensayista colombiano Germán Arciniegas
sobresale como un cualificado intérprete de la historia en El continente de siete
colores (1965), y el argentino Eduardo Mallea, autor de Historia de una pasión
argentina (1935), destaca entre los novelistas de ese país. Narrativa A partir
de comienzos de siglo, la novela latinoamericana en español ha experimentado un
enorme desarrollo que ha pasado por tres fases: la primera, dominada por una gran
concentración en temas, paisajes y personajes locales, se vio seguida por otra
en la que se produjo una extensa obra narrativa de carácter psicológico e imaginativo
ambientada en escenarios urbanos y cosmopolitas, para llegar finalmente a una
tercera en la que los escritores adoptaron técnicas literarias contemporáneas,
que condujeron a un inmediato reconocimiento internacional y a un continuo y creciente
interés por parte del mundo literario. La narrativa de carácter regional tuvo
en el argentino Ricardo Güiraldes, autor de Don Segundo Sombra (1926), la culminación
de la novela de gauchos; al colombiano José Eustasio Rivera creador de La vorágine
(1924), de la novela de la jungla, y al venezolano Rómulo Gallegos Freire, autor
de Doña Bárbara (1929), de la novela de las planicies. La Revolución Mexicana
inspiró el género propio: "la literatura de la Revolución Mexicana", que inauguró
Mariano Azuela, autor de las novelas Andrés Pérezmaderista (1911) y Los de abajo
(1915), y a Gregorio López, que escribió El indio (1935). La situación de los
indígenas atrajo el interés de numerosos escritores mexicanos, guatemaltecos y
andinos, como el boliviano Alcides Arguedas, que trató el problema en Raza de
bronce (1919), y el peruano Ciro Alegría, autor de El mundo es ancho y ajeno (1941),
mientras que el diplomático guatemalteco Miguel Ángel Asturias, que recibió en
1966 el Premio Lenin de la Paz y en 1967 el Premio Nobel de Literatura, se reveló
como un excelente autor de sátiras políticas en su obra El señor presidente (1946).
En Chile, Eduardo Barrios se especializó en novelas psicológicas como El hermano
asno (1922), y Manuel Rojas se alejó de la novela urbana y cultivó una especie
de existencialismo en Hijo de ladrón (1951). Otros escritores, entre los que se
cuenta María Luisa Bombal, autora de la novela La última niebla (1934), cultivaron
el género fantástico. En Argentina, Manuel Gálvez escribió una novela psicológica
moderna acerca de la vida urbana, Hombres en soledad (1938). En este país, así
como en Uruguay, se desarrolló una rica corriente narrativa donde se hacía gran
énfasis tanto en los aspectos psicológicos como fantásticos de la realidad. Así,
el argentino Macedonio Fernández abordó el absurdo en Continuación de la nada
(1944), mientras que Leopoldo Marechal escribió una novela simbolista, Adán Buenosayres
(1948), y Ernesto Sábato una novela existencial, El túnel (1948). Jorge Luis Borges,
por otro lado, fue en sus comienzos un poeta ultraísta y, más tarde, se convirtió
en el escritor más importante de la Argentina moderna, especializado en la creación
de cuentos (Ficciones, 1944), traducidos a numerosos idiomas. Colaboró en varias
ocasiones con Adolfo Bioy Casares y despertó el interés por la novela policiaca
complicada y por la literatura fantástica. Bioy Casares fue pionero en el terreno
de la novela de ciencia ficción con La invención de Morel (1940), y el uruguayo
Enrique Amorim inauguró la novela policiaca larga con El asesino desvelado (1945).
Otro de los escritores que obtuvieron inmediato reconocimiento internacional por
su brillantez y originalidad fue el argentino Julio Cortázar, en especial debido
a su antinovela experimental Rayuela (1963). Entre los autores uruguayos centrados
en la novela psicológica urbana se encuentran Juan Carlos Onetti con El astillero
(1960) y Mario Benedetti con La tregua (1960). La nueva novela mexicana evolucionó
a partir del crudo realismo como consecuencia de la influencia de escritores como
James Joyce, Virginia Woolf, Aldous Huxley y, especialmente, John Dos Passos y
William Faulkner. Con un escenario y una trama de carácter local, a la que añadieron
nuevas dimensiones psicológicas y mágicas, José Revueltas escribió El luto humano
(1943) y Agustín YáñezAl filo del agua (1947). Juan Rulfo escribió en un estilo
similar su Pedro Páramo (1955), mientras que Carlos Fuentes, en La región más
transparente (1958), alterna lo puramente fantástico y psicológico con lo regional,
y Juan José Arreola, autor de Confabulario (1952), destaca por sus fantasías breves,
de carácter alegórico y simbólico. Otros novelistas han experimentado con técnicas
multidimensionales, como, por ejemplo, Vicente Leñero, creador de la novela Los
albañiles, que ganó el Premio Biblioteca Breve en 1963 y que el autor convirtió
en pieza dramática en 1970, y Salvador Elizondo, que escribió Farabeuf (1965).
Entre los restantes novelistas latinoamericanos que han escrito en español y que
han conseguido reconocimiento internacional, el antiguo regionalismo ha sido superado
por nuevas técnicas, estilos y perspectivas extremadamente variadas. La etiqueta
estilística realismo mágico se puede aplicar a muchos de los más destacados narradores
-aquellos capaces de descubrir el misterio que se esconde tras los acontecimientos
de la vida cotidiana. El novelista cubano Alejo Carpentier añadió una nueva dimensión
mitológica a la novela ambientada en la jungla en Los pasos perdidos (1953), al
tiempo que su compatriota José Lezama Lima consiguió crear en Paradiso (1966)
un denso mundo mitológico de complejidad neobarroca. Por otro lado, el peruano
Mario Vargas Llosa descubrió a sus lectores variadas perspectivas escondidas en
el aparentemente cerrado mundo de una academia militar en La ciudad y los perros,
novela que consiguió en 1962 el Premio Biblioteca Breve y que fue una de las que
inauguró el boom de la Literatura latinoamericana, mientras que el colombiano
Gabriel García Márquez, galardonado con el Premio Nobel en 1982, se dio a conocer
internacionalmente con su novela Cien años de soledad (1967), en la que, a través
de una mágica e intemporal unidad, logró trascender el ámbito puramente local
en el que se desarrolla la trama narrativa. Con la obra de estos escritores, la
novela latinoamericana escrita en español no sólo alcanzó su mayoría de edad,
sino que parece estar atrayendo la atención de un público internacional cada vez
más numeroso.
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