E=MC². Relatividad,
teoría desarrollada a principios del siglo XX, que originalmente pretendía explicar
ciertas anomalías en el concepto de movimiento relativo, pero que en su evolución
se ha convertido en una de las teorías básicas más importantes en las ciencias
físicas . Esta teoría, desarrollada fundamentalmente por Albert Einstein, fue
la base para que los físicos demostraran la unidad esencial de la materia y la
energía, el espacio y el tiempo, y la equivalencia entre las fuerzas de la gravitación
y los efectos de la aceleración de un sistema.
Formulada en su versión
definitiva hace unos 75 años, se ha convertido con el paso del tiempo en un nombre
común: la relatividad, sin más. No se trata ya de una teoría, sino de toda una
serie de hechos reales - confirmados por innumerables experimentos - que resultan
indispensables en el trabajo diario de astrónomos, investigadores de partículas
y otros hombres de ciencia. Sin
embargo, aún no ha quedado muy claro el meollo del pensamiento de Einstein: cómo
es posible que la materia (por ejemplo, una silla de madera) sea en
principio lo mismo que la energía (por ejemplo, la que hace falta para
mover esa misma silla de un lado a otro). Todo
el mundo sabe que de una silla se puede obtener energía. Para ello sólo se necesita
partirla en pedazos y meterla en una estufa, antes de que aparezca el dueño. Pero,
¿se convierte entonces efectivamente la materia en energía?. La
respuesta es negativa. Lo único que ocurre es una reordenación de los componentes
de la madera. Los núcleos de los átomos y los electrones que giran alrededor de
ellos no son destruidos por el fuego, sino simplemente combinados entre sí y con
el oxígeno del aire de una manera distinta, proceso en el que se desprende calor.
Energía
igual a masa: con esta definición nos referimos a algo totalmente diferente.
En efecto, la materia no sólo puede ser transformada, sino que también es posible
hacerla desaparecer por completo. Puesto que vivimos desde hace ya casi medio
siglo en la era atómica, sabemos que esta transformación de masa en energía se
puede conseguir por dos vías: o bien dividiendo en dos los núcleos de un átomo
(fisión) o bien fundiendo entre sí los núcleos de los átomos (fusión).
Cada vez
que hacemos esto, desaparece una pequeñísima porción de materia, mientras que
simultáneamente se liberan gigantescas cantidades de energía. Esta comprobada
disminución de la masa indica que la famosa fórmula de Einstein E=mc² es
correcta y que resulta posible transformar masa directamente en energía. De hecho,
incluso se puede decir que la masa no es otra cosa que energía congelada. Y así
tiene que ser, si tomamos como cierta la hipótesis de la gran explosión original.
Según la teoría del Big Bang, el universo mantuvo una elevadísima temperatura
durante los primeros minutos de su existencia y se componía casi exclusivamente
de energía pura. Por lo tanto, si hoy existe la materia, como las galaxias, las
estrellas y los planetas, su masa ha tenido que surgir de la energía. Una
vez aclarado que la materia se puede transformar en energía y la energía en materia,
trataremos ahora de hacer algo más comprensible este proceso, realmente difícil
de imaginar tal cual. Una prueba
de que la dilatación del tiempo es algo real nos la proporciona la propia
naturaleza, al hacer que las partículas de la radiación cósmica choquen contra
los átomos de la estratosfera terrestre. En tales colisiones surgen nuevas partículas,
los muones, de vida extremadamente corta: tardan 1.5 microsegundos (millonésimas
de segundo) en volver a desaparecer. Aun
cuando viajan casi a la velocidad de la luz, en ese tiempo sólo llegarían a recorrer,
si no existiera la relatividad, 450 metros, y dado que estas partículas se producen
en la estratosfera, no podrían alcanzar jamás la superficie terrestre. En cambio,
en un mundo con dilatación del tiempo, la corta vida de los muones resulta
suficiente para llegar hasta la superficie de la Tierra, cosa que realmente sucede.
En el caso de la velocidad típica de los muones, el denominado factor gamma
vale veinte, lo que significa que para ellos el tiempo transcurre veinte veces
más lento que lo normal. Los 1.5 microsegundos se convierten, por lo tanto, en
treinta microsegundos, vida relativista del muón que ahora sí alcanza para
realizar un viaje de nueve kilómetros. (El factor gamma es fácil de averiguar.
Primer paso: dividir la velocidad del muón o de otro objeto por la velocidad de
la luz. El resultado se multiplica por sí mismo, o sea que se eleva al cuadrado.
La cifra así obtenida se resta de uno. Si luego se saca la raíz cuadrada de la
cifra obtenida y se divide el número uno por el resultado, se consigue el factor
gamma.) Hasta
aquí ha quedado claro que la dilatación del tiempo afecta a todo objeto que se
mueva con un alto porcentaje de la velocidad de la luz. Ahora bien, ¿quién puede
comprobar la dilatación del tiempo?. Respuesta sorprendente: sólo aquellos observadores
que no vuelen junto a dicho objeto. En otras palabras sobre la Tierra nos parece
como si el tiempo del muón se dilatara veinte veces, puesto que de lo contrario,
éste no podría alcanzar la superficie terrestre a nueve kilómetros de la estratosfera,
como nos demuestra el cálculo realizado. Pero,
¿qué es lo que experimentaría una persona que bajara desde el cielo hasta la Tierra
a una velocidad cercana a la de la luz, como un muón?. Algo increíble: para ella,
el recorrido que va desde los nueve kilómetros de altura hasta la superficie de
la Tierra no tendría de ningún modo 9.000 metros, sino sólo una vigésima parte
de dicha cifra, o sea 450 metros. ¿Por qué?. Eso es difícil de responder, a no
ser que asumamos la afirmación de Einstein de que la contracción del espacio es,
en cierto modo, la otra cara de la dilatación del tiempo. Así, lo que para uno
(el observador situado en la Tierra) es la dilatación del tiempo, para otro (el
observador viajando a alta velocidad hacia la Tierra) es la contracción del espacio.
Por lo demás, este efecto de la relatividad suele malinterpretarse con frecuencia.
En muchos
libros se puede leer que el metro patrón que se conserva en París, si viajara
por el espacio con un alto porcentaje de la velocidad de la luz, de pronto no
tendría ya un metro de longitud, sino que sería bastante más corto. Sin embargo,
esto no es cierto, puesto que el metro patrón no varía en absoluto, sino que es
el espacio el que se contrae. Pero,
¿qué tiene que ver todo esto con la fórmula del siglo E=mc² ?. Una vez
más, un experimento imaginario nos ayudará a comprender la relación. Supongamos
un cañón apostado en algún lugar del espacio dispuesto a disparar una bala contra
una plancha de acero. El impulso que alcance ésta, es decir, el resultado de multiplicar
su masa por la velocidad de vuelo, decidirá hasta qué profundidad perforará la
plancha. Cargado el cañón, prendemos la mecha y lo disparamos. Inmediatamente
después nos acercamos a la plancha para medir la profundidad del agujero. Al
mismo tiempo, hacemos que un vehículo espacial superrápido pase por el lugar del
experimento. Su tripulación observará claramente el vuelo de la bala y su impacto
contra el acero. Dado que el vehículo espacial se mueve a una velocidad cercana
a la de la luz, y por lo tanto mucho más rápido que la bala de cañón, entra en
acción el fenómeno de la dilatación del tiempo. Esto tiene como consecuencia que
los tripulantes de la nave perciben el movimiento de la bala ralentizado: para
ellos vuela mucho más despacio que para nosotros. Sin
embargo, hay algo objetivo tanto para nosotros como para la tripulación de la
nave: el agujero en la plancha de acero tiene la misma profundidad. En otras palabras,
desde el punto de vista de la nave, la bala impacta sobre la diana con el mismo
impulso, aunque vuele a una velocidad ridículamente lenta. ¿Qué ha ocurrido?.
Sólo existe una explicación: para los viajeros de la nave, la bala tiene mucha
más masa que para los que permanecemos quietos junto al cañón. Sólo así salen
las cuentas. Sería comprensible que algún lector, al llegar a este punto, reaccione
adoptando una actitud defensiva o por lo menos de rechazo. Es muy grande la tentación
de considerar este experimento imaginario como un engendro de nuestra fantasía,
sin ningún tipo de conexión con la realidad. No obstante, esta relación con el
mundo real existe, y además es muy estrecha. Si hoy se están construyendo por
todo el mundo nuevas instalaciones de aceleración de partículas, cuyos anillos
tienen un perímetro todavía mayor que los existentes hasta ahora, ello se debe
a que, en la física de las altas energías, la relatividad, y por lo tanto el aumento
de masa asociado a la velocidad, juega un papel cada vez más importante. La
meta de los investigadores consiste en acelerar más y más las partículas para
que choquen entre sí con una fuerza creciente. Cuanto mayor sea su impulso, tanto
mayor será también la energía liberada en las colisiones, lo que permitirá hacer
surgir de la nada subpartículas desconocidas hasta ahora. Ahora
bien, para acelerar hasta casi la velocidad de la luz una partícula no se necesita
mucha energía: basta con dejar que la instalación funcione a media potencia. Pero,
¿qué ocurre si la hacemos funcionar al máximo de su capacidad?. En tal caso, la
velocidad de la partícula no aumentará más, sino sólo su masa. Esto quiere decir
que, al aportar más energía, las partículas se vuelven más pesadas, un efecto
que se nota sobre todo cuando toman la curva en el anillo de aceleración. Puesto
que más masa significa también más inercia (y una mayor inercia se traduce en
una mayor tendencia a ignorar la curva y seguir una trayectoria rectilínea), es
preciso utilizar campos magnéticos cada vez más potentes para obligar a las partículas
a tomar la curva, campos cuya generación también requiere importantes inyecciones
de energía. A
la vista de este patente incremento de la masa, ya nadie puede hablar de simple
fantasía. Las facturas de la luz de los grandes aceleradores no son ninguna fantasía,
sino una realidad contante y sonante que hay que pagar. Una instalación de tipo
medio consume a veces tanta energía eléctrica como toda una ciudad. Y sólo porque
las partículas sufren en los anillos un espectacular aumento de masa. ¿Queda
explicado por qué energía y masa son la misma cosa?. Seguramente no. La investigación
debe continuar, y esto significa que la humanidad ha de proseguir, con intuición
y tecnología, su aproximación al máximo misterio: por qué existe el universo y
a qué leyes obedece. Por lo pronto hemos visto que las cosas no pueden ocurrir
de otro modo. Si existe la dilatación del tiempo (lo cual puede demostrarse, como
hemos visto por la duración de la vida de los muones), y si existe la contracción
del espacio (lo que también sé puede demostrar, según hemos comprobado por las
partículas con forma de tortilla), también ha de existir el fenómeno del incremento
de la masa. Lo que implica una transformación directa de energía en masa. (Recordemos
que el proceso inverso ya tiene lugar, de manera rutinaria, en los reactores de
las centrales nucleares). Adentrémonos
ahora en otro de los grandes misterios de la física: los fotones. La primera
definición que se nos viene a la mente es que se trata de partículas de luz. Pero,
cuidado, el que le pongamos un nombre a una cosa no significa que la tengamos
conquistada. En realidad, casi todo lo que sabemos sobre ellos es que son las
unidades más pequeñas de la radiación electromagnética, minúsculos paquetes de
ondas. Los fotones andan por medio cuando vemos, cuando nos calentamos, cuando
escuchamos la radio o miramos la televisión. Pero no resulta nada fácil imaginárselos.
Lo que sí saben los científicos con
toda seguridad es que si un fotón se encontrara en reposo no tendría ninguna masa.
Justo por este motivo debe moverse constantemente a la velocidad de la luz. He
ahí la paradoja: si una partícula tiene masa, no podrá alcanzar nunca la velocidad
de la luz; pero, si una partícula no tiene masa, nunca la podrá abandonar.
Tomada en sentido estricto, la Teoría de la Relatividad también permite la existencia
de partículas con masa que viajen más rápido que la velocidad de la luz. La propiedad
más importante de estas hipotéticas partículas -llamadas taquiones- residiría
en la imposibilidad de que su velocidad se reduzca hasta equiparase a la de la
luz. Por lo tanto, también aquí sirve la definición antes enunciada: para las
partículas con masa, es imposible alcanzar la velocidad de la luz, ya sea desde
abajo o desde arriba; para las partículas sin masa, la velocidad de la luz es
su único medio de existencia. Entonces,
¿cómo debemos imaginarnos un único fotón emitido por un átomo?. Una posibilidad
es verlo como una onda en forma de bola, que se expande uniformemente hacia todos
los lados a la velocidad de la luz. Así considerado, chocamos ahora con la enigmática
dualidad onda-corpúsculo que impregna el mundo de la microfísica: una partícula
es al mismo tiempo onda y partícula; una onda es al mismo tiempo partícula y onda.
La mecánica
de este confuso microcosmos es investigada por los físicos cuánticos. En un principio
seguían caminos totalmente diferentes al trazado por Albert Einstein. En
su trabajo diario se enfrentaban una y otra vez con la barrera del principio de
incertidumbre de Heisenberg, según el cual, y debido a la dualidad onda-cospúsculo,
resulta imposible medir simultáneamente la velocidad y la posición de una partícula,
de manera que sólo podían barajar predicciones y fórmulas estadísticas, sin que
les valiera de nada las leyes deterministas de la mecánica normal, entre las que
se incluyen las de Einstein. Más tarde, el gran físico británico y premio
Nobel Paul Dirac consiguió desarrollar un modelo matemático que satisfacía
tanto las exigencias de la mecánica cuántica como las relativistas, gracias al
cual llegó a determinar con exactitud la trayectoria de un electrón alrededor
de un núcleo atómico incluso cuando se desplaza a velocidades extremadamente altas.
La fórmula de Dirac condujo, como efecto secundario, al descubrimiento de la antimateria,
es decir, los antiprotones y los positrones. Volviendo
a la relatividad, ¿cómo llegó Einstein a demostrar la íntima relación entre
masa y energía?. Como físico de profesión, conocía un fenómeno, descubierto
ya a finales del siglo XIX, según el cual, en determinadas circunstancias, energía
y masa se hallan indisolublemente unidas. Pero fue Einstein el primero que se
atrevió a convertir un caso especial en una ley de validez general. Resulta
interesante repasar el tortuoso camino que siguió en este empeño. En uno de sus
famosos experimentos imaginarios ideó un recipiente cualquiera lleno de energía
electromagnética en forma de luz. Ignorando simplemente las paredes del contenedor,
y por tanto su energía en forma de masa, pudo determinar la energía total del
contenido. Luego
obligó a un observador ficticio a realizar la misma medición moviéndose a una
velocidad moderada, para lo que utilizó las ecuaciones de su Teoría Especial de
la Relatividad y las fórmulas electromagnéticas de James Maxwell. Sorprendido,
comprobó que el observador en movimiento encontrará más energía que el observador
en reposo. Para estar seguro de sus cuentas, repitió todas las operaciones para
distintos observadores que se movieran junto al recipiente imaginario a velocidades
cada vez mayores. Y siempre hallaba el mismo resultado: cuanto más rápido se mueva
el observador tanta más energía registrarán sus instrumentos. Pero, ¿cuánta más?.
Llegado este punto, Einstein experimentó el quizá mayor chispazo de genialidad
de su vida. En sus cavilaciones halló que el incremento de energía observado
equivalía a la energía cinética (impulso) que tendría un cuerpo si su masa fuera
tan grande como ese incremento de energía, dividido por la velocidad de la luz
al cuadrado. O, expresado con una fórmula matemática, m = E/c², donde
m es la masa, E, la energía, y c, la velocidad de la luz. A partir de ahí ya no
resultaba difícil reagrupar la ecuación. Cualquiera que halla estudiado álgebra
en la escuela sabe cómo se hace. En lugar de m=E/c², se puede escribir c²=E/m,
o bien, E=mc². Como se puede ver, el valor del término izquierdo permanece
siempre igual al valor del término derecho. Así
vemos que la fórmula del siglo que nos ha introducido en la era atómica no
fue, en sus principios, sino un medio auxiliar para calcular la diferencia entre
la masa en reposo y la masa relativista (masa en reposo + aumento de masa multiplicado
por el movimiento) y en última instancia, sólo el hecho, de que las partículas
de luz no posean masa condujo a descubrir que masa y energía son una misma cosa
y que se pueden transformar una en otra.
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