Mientras Tupá sé hallaba
formando el mundo y poblándolo con los seres que hoy vemos en él, su tarea era
ímproba e ininterrumpida.
Las aguas lamían las tierras creadas y un firmamento muy azul limitaba el espacio
con una bóveda de nubes.
El sol, recién salido de las manos de Tupá, enviaba haces dorados de luz que daban
calor y brillantes matices a las plantas terminadas de crear y que embellecían
la tierra con el verdee de ramas y hojas, y los rojos, los blancos, los amarillos
y los azules de sus pétalos de seda.Tupá
miró su obra y decidió poblar los aires y las aguas. Entonces formó las aves
y los peces. Los aires se llenaron de alas y los árboles de nidos. Las más
bellas y delicadas avecillas y las más fuertes y poderosas surgían de las manos
todopoderosas de Tupá y buscaban el árbol o la montaña que las habría de cobijar.
Tan entusiasmado estaba Tupá con su obra alada, que resolvió hacer una
joya que surcara el aire despertando la admiración de todos por su belleza, por
su color, por su aspecto, por su forma de volar. Tomó
un poco de arcilla, muy poca, y le dio una forma graciosa de leve aspecto; le
agregó las alitas tenues y movedizas, una cola preciosa; un pico muy fino y largo
para que la nueva avecita lo pudiera introducir en las flores en busca del néctar
contenido en su interior, y cubrió el cuerpecito de finísimas y sedosas plumas.
Mezcló
luego los más bellos colores con rayos de sol para darles reflejos irisados y
con ellos pintó las plumitas de la nueva avecilla que, ya terminada, batió sus
alas pequeñas y en vuelo gracioso y sutil comenzó su recorrido de flor en flor,
temblando sobre ellas y sin posarse en ninguna. Según
los guaraníes, la llamó mainumbí. Tupá, satisfecho, la miró alejarse, seguro
de haber creado la más bonita, la más graciosa, pequeña y sutil de las aves, sólo
comparable a la más hermosa flor. No sólo Tupá tenia esa idea. De ella
participaba también Añá, a quien la envidia inspiraba todos sus actos y que, no
habiendo perdido detalle de la creación de la última obra de Tupá, escondido detrás
de unos árboles desde donde le era fácil espiar, decidió él mismo, siguiendo en
todas sus partes el procedimiento usado por el Dios bueno, hacer una obra exacta
a la realizada por é1. Tuvo buen cuidado de realizarla- con la misma arcilla,
de la que tomó un buen trozo, sin duda, para que no le llegara a faltar. La amasó,
la acarició con sus largas y ganchudas manos tratando de darle elegante forma,
imitando la que, de lejos, había visto hacer a Tupá. No
consiguió tantos colores para terminar su creación, pero no le dio mayor importancia,
y con el verde, el negro y el blanco amarillento que halló, pintó la arcilla.
Miró su obra convencido que bien podía competir con la dé Tupá, y -muy conforme
con ella - la tomó entre sus dos manos, la levantó en el aire, y, allí, dándole
un pequeño impulso, trató de echarla a volar. Pero en el mismo momento que
la libró de la prisión que la contenía y dirigió la vista hacia lo alto, esperando
verla llegar, un ruido sordo se oyó en la tierra. Miró sorprendido Añá, y
un gesto de estupor cambió su expresión satisfecha. Su obra, en lugar de volar,
había caído al suelo, de donde salió dando saltos; contra todas las suposiciones
de su creador, para ir a ocultarse entre las piedras del camino. Añá,
muy a su pesar, y contra su voluntad, creyendo crear un pájaro, había creado al
cururú.
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