Las dos mayores
quedaron encantadas con sus lujosos regalos y muy pronto empezaron a pavonearse
delante del espejo, acicalándose y adornándose como era propio de tan vanidosas
criaturas. También a Cenicienta le gustó su modesto regalo, y fue a plantarlo
en el jardín que había detrás de la casa. Todos los días se ocupaba del brote,
así que creció y creció hasta convertirse en un pequeño árbol.
Cierto día llegó
una paloma e hizo en el árbol su nido. Revoloteó entre las ramas, se posó en los
pequeños tallos y arrulló suavemente. Cenicienta se encariñó con ella, pues era
la única amiga que tenía. Le daba migajitas y semillas, y la paloma cantaba agradecida:
«¡cucurru-cú, cu-curru-cú!»
Y sucedió que, por
orden del rey, una gran fiesta iba a celebrarse en el palacio real. Debía durar
tres días y tres noches, y todas las muchachas del reino fueron invitadas para
que el príncipe escogiese su novia entre ellas.
¡Qué conmoción había
en todas las casas! Todas las jóvenes del país estaban impacientes y llenas de
esperanza, pero las más inquietas eran las dos hermanastras de Cenicienta. Se
habían propuesto deslumbrar al príncipe costase lo que costase, y desde varias
semanas antes de la fiesta ya se ajetreaban corriendo de aquí para allá con sus
preparativos.
Por fin llegó el
primer día de fiesta y las dos hermanas empezaron a vestirse para el baile. Les
tomó toda la tarde. Cuando terminaron, valía la pena verlas.
De seda y satén
eran sus vestidos. Los polisones les quedaron bien abombados, sus corpiños estaban
cargados de filigranas; y mientras por sus sayas pululaban y revoloteaban los
lazos y los volantes, era de ver cómo los faralaes les adornaban las mangas. Llevaban
campanitas que tintineaban y anillos que resplandecían, ¡y rubíes, y perlas, y
alita de pájaro! Se embadurnaron las pecas y se taparon las cicatrices con diminutas
lunas y estrellas y corazones. Se empolvaron el pelo y se lo empingorotaron tan
alto como pudieron con plumas y flechas enjoyadas.
A última hora llamaron
a Cenicienta para que les hiciera los bucles, les atara los lazos del corpiño
y les limpiara los zapatos. Cuando la pobre muchachita se enteró de que iban a
una fiesta en el palacio del rey, le resplandecieron los ojos y preguntó a su
madrastra si no podría ir ella también.
-¿,Tú? -chilló la
mujer-
¿Toda llena de polvo
y ceniza, y todavía quieres ir al baile? ¡Pero si no sabes bailar, y además no
tienes vestidos!
Pero Cenicienta
rogó y rogó, y por fin la madrastra, para salir de ella, le dijo:
-Bueno, mira lo
que voy a hacer. Echaré una cazuela de lentejas en la ceniza, y si en dos horas
puedes recoger las que estén buenas y ponerlas otra vez en la cazuela, te dejaré
ir.
Cenicienta sabía
muy bien que no podría hacerlo nunca por sí sola, pero también sabía una cosa
que nadie más sabía; y es que su arbolito era un avellano mágico, y la palomita
un hada. Así que fue a colocarse debajo de las ramas y dijo suavemente:
-¡Palomita y consuelo,
mi hada querida,
con las aves del
cielo
ven enseguida!
A lo que contestó
la paloma:
¡Cu-curru-cú!
¿Qué quieres tú?
Y Cenicienta le
dijo:
-¡Lléname la cazuela,
vuela que vuela!
Y allá se fue volando
la paloma y con ella todos los pájaros del cielo. Arriba y abajo, se movían las
cabecitas mientras recogían las lentejas.
«Pic-pec, pic-pec,
pic-pec!» hacían los pájaros, y en un instante estuvieron todos los granos buenos
en la cazuela. Pronto echaron a volar y desaparecieron, mientras Cenicienta se
apresuraba a llevar a su madrastra la cazuela llena de lentejas.
Aquello la irritó
tanto, que dijo de muy mal humor:
-No puedes ir de
ninguna manera. Ni tienes vestido, y, además, es imposible que bailes con esos
pies tan toscos.
Las lágrimas rodaron
por las mejillas de Cenicienta, y tanto le rogó, que por fin la madrastra le dijo:
-Muy bien. Te daré
otra oportunidad. Esta vez tendrás que limpiar dos cazuelas de lentejas en una
sola hora - y se marchó diciendo que aquello la mantendría entretenida hasta que
ya ella y sus hijas estuviesen camino de la fiesta.
De nuevo fue Cenicienta
a pararse debajo del avellano, y dijo suavemente:
-¡Palomita y consuelo,
mí hada querida,
con las aves del
cielo
ven enseguida!
Y todo volvió a
pasar lo mismo que antes. La palomita mágica y todos los pájaros del cielo vinieron
volando y, en un santiamén, limpiaron las lentejas de cenizas y llenaron las dos
cazuelas hasta los bordes.
Cenicienta las llevó
a su madrastra y preguntó:
-¿Puedo ir ahora?
Pero la madrastra
se puso furiosa:
-¡No seas tonta!
-gritó-. No tienes vestido para ponerte. Además, no podrías bailar con esos zuecos
que llevas. Nos avergonzarías a todas.
Y con esto le viró
la espalda y se marchó corriendo al baile con sus dos orgullosas hijas.
Pero Cenicienta
no se puso entonces a llorar y a lamentarse, como podría suponerse, sino que se
convirtió en la muchacha más atareada que se haya visto nunca. Se lavó la cabeza
hasta dejársela sin una sola ceniza, y luego se peinó el pelo de modo que le rodeaba
la cara como una nube de oro. Luego se bañó, y se frotó y restregó hasta quedar
radiantemente limpia. ¡Quién iba a imaginar nunca que no era más que una pobre
cocinerita que dormía entre las cenizas y los rescoldos de la chimenea! En cuanto
estuvo lista, fue a colocarse debajo de su avellano y, mirando hacia las frondosas
ramas, dijo:
-¡Arbolito querido,
de tu ramaje
llueva pronto un
vestido
todo de encaje!
Entre las ramas
hubo como un rumor y un fulgor y al punto desaparecieron los harapos de Cenicienta
y un rutilante vestido de encaje cayó sobre ella. En vez de sus zapatones de madera,
dos diminutas zapatillas de oro cubrían sus pies. Una estrella de diamantes anidaba
en su sedoso cabello y resplandecía con todos los colores del arco iris. Cenicienta
se sentía alegre y feliz, y corrió entusiasmada a la fiesta. Cuando hizo su aparición
en el palacio, estaba tan radiante y magnífica, que nadie la reconoció, ni siquiera
la madrastra y sus dos orgullosas hijas.
En cuanto al príncipe,
no tuvo ojos para nadie más desde que la vio. La tomó de la mano y no se separó
de su lado en toda la noche. A los que quisieron bailar con ella los apartó diciendo:
-Lo siento mucho,
pero esta pequeña bailarina es mía.
Cenicienta era muy
feliz; pero sabía que su dicha no iba a durar mucho tiempo. La paloma le había
advertido que sus encantadores vestidos desaparecían al toque de medianoche; de
modo que, a partir de las doce menos cuarto, Cenicienta no se vio por ninguna
parte. Cuando el príncipe se dio cuenta, la buscó desesperadamente por todo el
palacio, pero no pudo encontrarla.
Entretanto, la pequeña
bailarina había llegado ya al patio de su casa. Al pasar junto al avellano, el
reloj dio las doce. Sus rutilantes vestidos desaparecieron, cayeron sobre ella
los mugrientos harapos y entró en la casa sonando sus viejos zapatones de madera.
¡Ya no era sino Cenicienta, la pobre cocinerita de siempre!
Tiritando de frío,
con sus pobres harapos, se acostó junto a las cenizas y a los rescoldos, como
de costumbre; pero estaba demasiado inquieta para dormirse. Cuando llegaron la
madrastra y sus orgullosas hijas, todavía estaba despierta, y pudo escucharlas
conversando en el cuarto inmediato:
-¿Quién sería esa
pequeña belleza misteriosa -dijo la madrastra-, y por qué desaparecería tan de
repente?
-Nadie lo sabe -dijo
la mayor de sus hijas-. Yo, por mi parte, me alegro de que se fuera. ¿Quién iba
a tener la menor oportunidad si llega a quedarse?
-Estoy de acuerdo
contigo -dijo la otra-. Pero, de todos modos, me gustaría saber de dónde vino.
¡Quién iba a decirles
que la misteriosa doncella había salido de su propia casa y que, en aquel momento,
vestida de harapos, dormía entre las cenizas y los rescoldos del hogar!
Al día siguiente
todo sucedió otra vez de la misma manera. La
madrastra y sus orgullosas hijas se emperifollaron con vuelitos y faralaes y se
marcharon al baile con mucho tintineo y mucho roce de colas.
De nuevo el arbolito
hizo que lloviese un vestido sobre Cenicienta, sólo que esta vez era aún más hermoso
que el de la víspera. En cuanto llegó al palacio, todas las miradas se volvieron
hacia ella, y mientras la hermanastras ponían caras de vinagre, el príncipe corrió
a su encuentro y no se apartó de su lado en toda la noche. A los que quisieron
bailar con ella los apartó diciendo:
-Lo siento mucho,
pero esta pequeña bailarina es mía.
El príncipe se sentía
en extremo feliz, pero con gran disgusto suyo la bailarina volvió a escapársele
un poco antes de la medianoche. Esta vez alcanzó a verla cuando se le escurría
por la puerta. Corrió tras ella, pero la fugitiva conocía el camino y él lo ignoraba.
A menudo la perdía de vista mientras volaba aquí y allá entre las calles oscuras,
pero no se desanimaba por eso. Todavía alcanzó a vislumbrarla en el momento en
que se deslizaba por el patio de la casa, pero estaba todo tan oscuro, que no
pudo precisar dónde se había metido.
Cenicienta, escondiéndose
entre los arbustos, llegó bajo el avellano en el preciso instante en que daban
las doce. Se desvanecieron sus hermosos vestidos, y cuando el príncipe llegó a
su vez al árbol, sólo pudo ver a una harapienta figurita que entraba en la casa
chancleteando con sus grandes zuecos. ¿Cómo iba a imaginarse que se trataba de
su pequeña bailarina?
«¡Pero si entró
en este patio, si yo mismo la he visto!» se decía. «Tenía que estar aquí escondida,
en este jardín.»
El príncipe buscó
por todos y cada uno de los rincones del patio, registró cada arbusto, miró en
cada uno de los canteros; pero, por supuesto, su pequeña bailarina no aparecía
por ninguna parte. Por fin, regresó a palacio, meneando la cabeza tristemente.
«¡Ah, pero mañana
será distinto!», se dijo. «¡Ya me encargaré yo de que no se escape!»
La tercera noche,
después que la malvada madrastra y sus dos orgullosas hijas se hubieron marchado,
con su tintineo y su rumor de colas, Cenicienta se paró, como siempre que necesitaba,
debajo de su querido arbolito y dijo:
-¡Arbolito querido
de tu ramaje
llueva pronto un
vestido
todo de encaje!
Apenas había acabado
de decir estas palabras cuando un vestido revoloteaba hacia ella desde las ramas,
un vestido hermosísimo, como si estuviera hecho con rayos de sol. De lo alto bajó
también flotando una minúscula corona, resplandeciente como si la formaran miles
de gotas de rocío, y se posó ligera en su pelo: y dos diminutos zapaticos de oro,
adornados con risueños diamantes, vinieron a calzársele con toda naturalidad.
Pero todas estas maravillas no eran nada junto a la conmovedora belleza de su
rostro, su aire de sencilla modestia y la fina gracia de sus movimientos.
Cuando entró, se
acallaron todos los rumores, y el príncipe, rindiéndose a su hechizo, dobló la
rodilla y le besó la mano.
No quiso apartarse
de su lado en toda la noche; su sonrisa era tan alegre, y bailaba con tanto gusto,
que Cenicienta, sintiéndose más feliz de lo que cabe decir en palabras, se olvidó
por completo del tiempo. Faltaba sólo un minuto para las doce cuando zafó ágilmente
sus manos de los dedos del príncipe y, escabulléndose entre los invitados, se
precipitó por las anchas escaleras que conducían a la calle.
Pero el príncipe,
decidido a no perderla de nuevo, había ordenado que pintasen de brea la escalera,
y, al bajar veloz Cenicienta, uno de su zapaticos se hundió en la brea y quedó
sujeto a ella. Como no había tiempo que perder, tuvo que seguir sin el zapato.
En ese preciso instante
dio el reloj las doce: desaparecieron sus hermosas ropas y allí estaba Cenicienta
vestida de harapos y saltando escaleras abajo. Apenas había cruzado la gran puerta
de entrada cuando apareció el príncipe corriendo, desalado y sin aliento. El guardia,
que estaba dormido, se restregó los ojos.
-¿No has visto a
mi princesita?- le gritó el príncipe.
-¿Princesita? -dijo
el guardia-. ¡Oh, no, Alteza!
-¿Nadie ha pasado
por aquí? ¿Estás seguro? -insistió el príncipe.
-Sólo una pequeña
pordiosera, Alteza -respondió el guardia-. Iba corriendo como si la persiguiera
el diablo, aunque no puedo imaginarme por qué.
El príncipe pareció
muy desanimado, y ya se marchaba, cuando vio el zapatico de oro pegado a la brea
de los escalones. Lo recogió, admirándose de lo pequeño y gracioso que era. Sus
ojos se iluminaron.
«Se me escapó, es
cierto», se dijo, «pero he de buscarla hasta que la encuentre, y este adorable
zapatico me enseñará el camino».
Muy temprano, a
la mañana siguiente, el príncipe se presentó en casa de Cenicienta y dijo a la
madrastra:
-La otra noche vi
que mi pequeña bailarina desaparecía en tu jardín. ¿Es aquí donde vive?
La madrastra sonrió
de gusto y sus dos orgullosas hijas se ruborizaron y empezaron a hacer las más
extrañas muecas, de tantas esperanzas como tenían.
-He aquí algo que
se le perdió anoche -dijo el príncipe, sacando el zapatico de su bolsillo-; sólo
será mi novia aquella muchacha que pueda calzárselo.
Las mayor de las
hermanas se probó primero. Su pie era esbelto, pero demasiado largo. Tanta fuerza
hizo para calzárselo, que se lastimó el dedo gordo; pero pensó que bien valía
la pena, pues iba a ser princesa por todo el resto de su vida.
Cuando el príncipe
la vio con el zapatico puesto, pensó que debía ser la muchacha que buscaba. La
subió, pues, a la grupa de su caballo y emprendió el camino de palacio. Pero al
pasar debajo del avellano, oyeron cantar a la palomita mágica de Cenicienta:
-¡Cu-curru-cú! ¡Y
él no ve
cómo se le puso
el pie!
Bajó el príncipe
los ojos y vio que salía un poco de sangre del zapatico de oro. Cuando le pidió
que caminara, la hermana mayor empezó a cojear que daba pena verla.
El príncipe comprendió
que se había equivocado; volvió atrás y dio una oportunidad a la otra hermana.
Pero ésta se hirió el pie al ponerse el zapatico, pues lo tenía muy gordo. ¿Pero
qué le importaba un poco de dolor si en lo sucesivo sería una princesa? Apretujó
y apretujó el pie hasta que, por fin, se calzó el zapatico, y el príncipe la montó
a lomos de su caballo y partió rumbo a palacio. Pero al pasar bajo el avellano,
oyeron cantar a la palomita mágica de Cenicienta:
-¡Cu-curru-cú! ¡Y
él no ve
cómo se le puso
el pie!
Cuando el príncipe
bajó los ojos, vio que el pie de la segunda hermana rebosaba y que por el talón
le corrían unas goticas de sangre. Al pedirle que caminara, la segunda hermana
empezó a cojear que daba pena verla.
De modo que el príncipe
regresó con ella a casa y dijo a la madrastra:
-¿Hay aquí alguna
otra muchacha?
-No, Alteza -dijo
ella.
-¿,Está segura?
-dijo el príncipe-. ¡Tiene que haberla! Hace dos noches yo vi a una muchacha entrar
en esta casa.
-¡Oh, no! -respondió
la madrastra-. No hay aquí nadie más que una torpe cocinerita. No puede ser ella
de ninguna manera.
-Déjeme verla -dijo
el príncipe.
-¡Pero es demasiado
sucia y harapienta para que un príncipe la vea!
-¡Tráigala enseguida!
¡Es una orden! -dijo el príncipe. Y la miró tan severamente que no tuvo más
remedio que obedecer.
Cenicienta había
escuchado esta conversación desde la cocina y, entretanto, no había perdido el
tiempo. Se había lavado, restregado y sacudido las cenizas del pelo. Al entrar,
bajó modestamente la cabeza, hizo una pequeña reverencia y fue a sentarse en la
silla que le ofrecía el príncipe. Se quitó el grueso zapatón de madera, extendió
su gracioso piececito y se calzó con toda naturalidad el minúsculo zapato de oro.
Luego alzó tímidamente la cabeza, y cuando el príncipe vio su bello rostro y se
miró en sus bondadosos ojos resplandecientes, exclamó:
-¡Cómo pude equivocarme!
¡Ésta sí que es mi propia, mi verdadera y única princesita!
En ese momento se
escuchó un zumbido y un rumor que parecía de alas, y nadie supo cómo, pero los
harapos de Cenicienta desaparecieron y apareció vestida con sus magníficas ropas
de fiesta.
La madrastra y sus
dos orgullosas hijas se quedaron mudas de asombro y furia. El príncipe las dejó
rezongando y rechinando los dientes, y salió con Cenicienta de la mano. La alzó
junto a sí sobre el caballo y ya se alejaban alegremente cuando, al pasar bajo
el árbol, oyeron el arrullo de la paloma:
¡Esta sí que
es la novia para ti!
Enseguida bajó revoloteando
a posarse en el hombro de Cenicienta, y los tres juntos: el príncipe, la princesa
y su paloma mágica, cabalgaron lejos, muy lejos, hacia un delicioso castillo donde
vivieron muy felices el resto de sus días.