ACUARELA
LA ACUARELA EN LA IGLESIA DE ORIENTE
El arte, decadente en Roma de resultas de los grandes trastornos de los siglos v y vi, se había refugiado en Bizancio, enriquecido por Constantino con los admirables modelos de la antigüedad clásica, trasladados del Tiber al Bósforo. Ya en tiempo de Teodorico el Grande se habían advertido los felices preludios de su renacimiento a la sombra del trono imperial. Este progreso se marcó muy notablemente en la exornación de los manuscritos.
Quiso el gran pacificador de la Iglesia fundar una inmensa biblioteca en Constantinopla, y su hijo Constancio, penetrado del mismo anhelo, reunió considerable número de libros; el emperador Juliano aumentó la colección, y mandó construir bajo los pórticos de su palacio un magnífico edificio donde colocarla. Aumentó esta biblioteca constantemente en los sucesivos reinados, y el emperador Valente confió su conservación a siete habilísimos calígrafos, cuatro griegos y tres latinos, a quienes dio el nombre de anticuarios.
Pero este útil establecimiento, cuando llegaba ya a poseer 120 000 volúmenes, fue incendiado por el tirano Basilisco en el año 476. No podía menos de contener aquella gran biblioteca un número considerable de libros ilustrados, porque los emperadores de Oriente habían sido siempre protectores declarados del arte de la caligrafía. Teodosio II, muerto a mediados del siglo v, era un verdadero artista que sabía pintar y modelar, y tiénese por cosa averiguada que en los ocios que le consentían los graves negocios de Estado, se ocupaba en pintar viñetas en los manuscritos, a lo cual debió el nombre de calígrafo que le dieron los griegos.
En la nueva biblioteca que construyó Zenón, hacia fines de ese mismo siglo v, no podía menos de haber gran cantidad de libros con miniaturas: y si consideramos cuánto la aumentaron sus sucesores, comprenderemos fácilmente la inmensa pérdida que volvió a padecer este ramo de la cultura bizantina el día en que otro fanático iconoclasta, y a la distancia de tres siglos del hecho brutal de Basilisco, la entregó también a las llamas.
Cuentan Cedreno y Du-Cange la siguiente lastimosa historia: “La suntuosa biblioteca costeada por Zenón llegaba a 36 000 volúmenes y estaba servida por doce profesores que enseñaban gratuitamente las letras sagradas y profanas, con un Ecuménico a su cabeza, cuando León Isaurio subió al trono. Gozaban aquellos sabios maestros y conservadores de gran consideración: los emperadores les consultaban todos los negocios importantes y hasta solían elegir de entre ellos prelados para las principales mitras del Imperio. León, después de haber proscrito el culto de las imágenes, presumió robustecer su herética doctrina con la autoridad de aquellos doce sabios, a cuyo efecto les pidió que le apoyasen; mas negándose ellos a tal exigencia, resolvió exterminarlos, para lo cual no halló expediente más sencillo que hacer amontonar en torno de la biblioteca una inmensa cantidad de madera seca y otros combustibles, y prenderle fuego. Los doce profesores perecieron en el incendio, y los 36 000 volúmenes que los emperadores habían atesorado en aquel soberbio edificio quedaron reducidos a pavesas entre los calcinados escombros de éste.”
Como los griegos habían sido siempre aficionados a enriquecer sus libros con miniaturas para facilitar la inteligencia de los textos y hacerlos más amenos y claros, es de suponer que el número de obras de arte peregrinas que devoraron aquellos vandálicos incendios fue incalculable. Y si a esto se agrega lo que pudieron destruir ciento veinte años de persecuciones de los iconoclastas por un lado, y por el otro el diente roedor de los siglos, nos maravillaremos de que, aun siendo escasos como lo son los manuscritos griegos con miniaturas anteriores al siglo hayan podido llegar hasta nosotros los que conservamos.
Ya tendremos ocasión de reseñarlos; mientras tanto lo que importa dejar consignado es que desde los tiempos más remotos ha habido en Oriente y Occidente manuscritos ilustrados con miniaturas, y miniaturas ejecutadas a veces a la acuarela.