ACUARELA
ACUARELA Y CALIGRAFÍA
En el arte ornamental, género de exornación de los manuscritos, el dibujo de la figura humana no les hacía la menor falta a aquellos laboriosos monjes de los conventos de Hibernia, Caledonia y Bretaña que produjeron los inimitables códices de los siglos vii y viii conservados hoy en el colegio de Oxford y en las Bibliotecas públicas de Londres y Dublín: códices que nos ponen de manifiesto hasta qué punto el buen gusto de la ornamentación puede suplir la carencia del dibujo natural.
Comenzaron aquellos incomparables calígrafos agrandando las letras iniciales de los capítulos y enriqueciéndolas con accesorios tomados de los vegetales que tenían a la vista; y muy luego, dando rienda suelta a la fantasía y rompiendo toda traba, empezaron a introducir en la composición de las letras capitales las producciones de la naturaleza animal, especialmente los peces y las aves, combinados de manera singular y extraña con vástagos y cintas, formando lazos y nudos inextricables, capaces de apurar la paciencia del más incansable curioso.
Arriesgáronse a veces a entremezclar en sus complicadas combinaciones de lacerías y trenzados, cabezas humanas deformes, alternando con cabezas y colas de reptiles fantásticos, a semejanza de los escandinavos que entre las cintas de sus intrincados y elegantes nudos solían poner también larvas y seres quiméricos, tan ingeniosamente confundidos en la complicada madeja del adorno, que sólo se denuncian al observador atento clavando en él sus ojillos o mostrándola sus garras por entre los resquicios de la bien ordenada maraña.
Cuando empleaban en esta clase de trabajos la figura humana, le hacían con el deliberado propósito de acomodar sus formas al concepto ornamental, de manera que es muy frecuente ver en esos manuscritos figuras de santos y de otros personajes, que parecen medio transformados en vegetales, con las barbas y los dedos de las manos enroscados como la flor de la madreselva y como otras plantas.
Ahora bien, todos estos primores caligráficos, únicas miniaturas de los códices de aquella edad, están ejecutados perfilando primero con tinta los objetos, y dándoles luego por encima un baño de acuarela, es decir, iluminándolos, con rojo, amarillo, verde y morado; y estos manuscritos eran el único limitadísimo campo en que se ejercitaba entonces el arte del monje acuarelista, el cual, ni sospechaba siquiera qué maravilla estaba llamado a producir en lo venidero el pincel de tejón que tan rudamente manejaba el.